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Relatos de noche sin luna: La cueva

Escribe: Héctor Medina

A mis casi 40 años decidí emprender un viaje a pie por extrañas tierras con la esperanza de descubrir el mundo y conquistar todo lo que me fuera posible. Conocí muchas tierras fértiles, mujeres hermosas y por supuesto una cantidad sin fin de historias, mismas con las que escribiría un libro cuyas ventas pudieran darme una vejez extraordinaria.

Una noche después de haber consumido una gran cantidad de tragos y de ser echado a palos por el cantinero, camine sin rumbo, maldiciendo y jurando no volver a tan desagradable pueblo. Fueron horas de una caminata errante que me introdujo a un lugar deshabitado, de poca vegetación y caminos sinuosos; fue entonces que la vi, majestuosa e intimidante.

Aquella vieja casona construida en su mayoría con la fortaleza del roble, se encontraba en penumbras, solo la pálida luz de una luna menguante, telarañas y viejos ramales adornaban el macabro paisaje a su alrededor. Esa tenue y descuidada luz celestial parecía ejercer una fuerza indescriptible en mis desgastados zapatos. Arrastraba mis pies lentamente sin poder controlarlos y poco a poco me condujeron hasta la polvosa puerta que daba acceso a la casa.

Afuera un aire denso emitía un chillido que me parecía peculiar, como advirtiéndome del peligro, de lo inseguro de aquel sitio. Estuve a punto de girar la perilla que parecía temblar ansiosa en espera de que mi mano emitiría aquel movimiento final para por fin abrirse de par en par. Un nuevo ruido me hizo voltear presuroso por encima de mi hombro. Pude notar un viejo árbol a la lejanía que no había percibido de primera ocasión. En su base un agujero enorme y oscuro parecía dar acceso a una cueva, misma que me estremeció a tal punto que la piel se me erizo provocando en mi unas ganas inesperadas de volver el estómago, pero no estaba dispuesto a permitir que aquel añejo whisky saliera de mi organismo.

Ese árbol parecía haber esperado mi llegada por años, pronunciando mi nombre en un grito desesperado que parecía llevarse el aire. Como si ansiosamente deseara que me introdujera en aquello que yo había denominado “la cueva”. Un terrorífico ulular dirigió mi atención a la rama mas alta que sobresalía de entre todas las demás por la extraña característica de no tener hojas.

Un enorme y grisáceo Búho habitaba en las alturas. Enormes ojos amarillos sobresalían en la oscuridad, parecían tener luz propia, brillaban como aquel faro de Alejandría que esperaba barcos perdidos, que solían sucumbir ante la oscuridad y las inclemencias del mar.

Hipnotizado por aquella mirada, el instinto me hizo dar un gran salto en espera de alcanzar la cima y tocar el plumaje de aquella majestuosa bestia. Pero antes de que pudiera continuar un jaloneo de gran fuerza me regreso abruptamente hacia la reseca tierra. Después de recuperar el conocimiento pude notar que una mano sostenía aferrada la abertura de pierna de mi viejo pantalón.

Mis sentidos recorrieron lentamente el panorama en busca del dueño de aquella mano, lo que pude observar me paralizo nuevamente. Un muñeco de trapo me seguía fijamente con una mirada llena de carbón y fuego. Tenia la boca cocida con unos hilos que parecían ser los cabellos de una anciana, mismos que al saberse descubiertos fueron rompiéndose uno por uno provocando una sonrisa diabólica que termino con una risotada tan macabra que hizo que el ave posada en lo más alto huyera de inmediato.

No podía moverme, seguía siendo prisionero de aquel ser infernal. De pronto salió completamente de su escondite y me arrastro con tal brutalidad sobre la tierra que mi espalda comenzó a sangrar debido a la irregularidad del campo. Con su tétrico andar sin cansancio avanzo tan lento que cada paso me parecía eterno. Pasamos por caminos con espinas, por lugares donde la tierra parecía estar en llamas, por piedras; el dolor que padecía era indescriptible.

Era tal el sufrimiento que empecé a gritar desesperado clamando por un poco de ayuda, rogando incansablemente por un poco de piedad al Dios en el cual nunca creí. Mi captor reía alucinado mientras continuaba su camino sin destino algo. No pude soportar mas el martirio y me desvanecí.

No se exactamente lo que aconteció en las horas posteriores, pero cuando recupere el conocimiento me encontraba tirado sobre un suelo húmedo, sujetado por una camisa de fuerza y una sucia mordaza me impedía comunicarme con persona alguna. Estuve en esta situación alrededor de 5 días. Me alimentaban con agua y avena y por las noches introducían una enorme aguja en alguno de mis antebrazos donde un líquido verde se mezclaba con mi rala sangre.

Al sexto día me dejaron en libertad y fui a parar a una especie de asilo donde me asignaron un cuarto, en el cual sobresalía una gran ventana conformada por cuatro marcos de cristal y una mesa de madera, sería mi nuevo hogar o quizá la más bonita de todas las prisiones existentes.

Mi corazón se encontraba en paz, me sentía seguro y poco a poco comencé a recobrar la calma, hasta aquella noche, donde el muñeco apareció nuevamente guiado por la luz de esa extraña luna de junio. Desde entonces cada plenilunio sufro sin falta de aquel tormento hasta que la luz del alba toca la ventana de mi cuarto y me hace abrir los ojos para descubrir la humedad de una espalda bañada en sangre.

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