Relatos de noche sin luna: Polvo de estrellas.
Escribe: Héctor Medina
Era un martes común de febrero en una población cualquiera, las nubes se movían demasiado lento ese día y los habitantes como de costumbre se quejaban constantemente de que nunca ocurría nada extraordinario.
Pasaron las horas y el tiempo realizaba su recorrido habitual sin ninguna novedad, pero cuando la luminosidad artificial de las farolas desplegaba su capa amarillenta con mayor intensidad sobre las calles a mitad de noche, un haz casi boreal resplandeció en el cielo, cegando a todo aquel que pudo verlo de frente.
La muerte bajo del espacio con la fuerza de un rayo y se fue apoderando de todo aquello por donde iba pasando. Consumía incluso la electricidad de los hogares la cual reinaba altivamente haciéndose notar en los televisores de aquellos que padecían de un terrible insomnio.
Al principio se decía que este mal venía con el fin de aniquilar a todo aquel villano que habitaba el planeta azul, que no existía peligro alguno para aquellos que eran “buenos samaritanos”, pero no fue así, mataba por igual, sin distinción, con una asombrosa maldad.
No existía escape, su garra maldita se apoderaba de toda vida que ella quisiera obtener, ya fuera en el mar, en guaridas subterráneas, en lo alto de las montañas, detrás de las cascadas; no se podía huir de ella. Se apoderaba de todo con la fuerza de un viento mortal que iba dejando a su paso abismos invencibles, intransitables para los sobrevivientes.
Los pueblos y ciudades que de alguna manera no se atravesaron en el mortal andar de aquella masa impalpable habían quedado en la oscuridad, sin comida, sin comunicación terrestre ni satelital, tarde o temprano morirían; verían llegar el fin de su existencia sin saber qué pasaría con su mundo, ignorando si sus sueños podrían convertirse algún día en realidad.
Muchos niños quedaron separados de sus padres y con lágrimas en los ojos veían aterrados como sus cuerpos explotaban mostrando un rojo carmín que cubría los pisos y paredes para después ellos al ver tan terrible escena compartir el mismo destino que sus progenitores.
¿De dónde surgió tal amenaza? Era la pregunta que sonaba en los pocos radios que aun emitían en una baja señal en las poblaciones con vida. Los científicos habían desaparecido desde aquella noche y no existía ser humano que quisiera enfrentar el fatal suceso.
El pánico había invadido ya sus mentes.
-El apocalipsis ha llegado- gritaban los ansiosos y los hombres de poca fe mientras se tiraban por las ventanas de los grandes edificios o se calcinaban arrojando combustible sobre sus cuerpos mientras en su locura rogaban a Dios clemencia mientras encendían los fósforos que terminarían con sus penas; la vida era un caos total.
Los sacerdotes trataban de contener las almas agitadas de sus feligreses, pero al no lograrlo y después de largas discusiones decidieron salir a combatir de frente al rival de la Madre Iglesia, Lucifer no debía apoderarse de este mundo ni destruir la creación divina de la cual éramos semejanza.
El tiempo de demostrar quién era realmente el verdadero Dios de los ejércitos había llegado y con ello conjugar de una buena vez todas las religiones en una sola.
Sin embargo, todo intento fue inútil pues aquellos supuestos santos solo pronunciaron palabras sin fe ni devoción alguna, ya que el terror dominaba sus corazones y la duda corría por sus venas con la velocidad de un huracán. Fue por ello que fueron consumidos al instante como si nada le hubiera hecho frente a la siniestra sombra que iba arrebatando a su paso la vida de este mundo.
En medio de la confusión me encontraba solo, la mayoría había huido buscando refugio, quedábamos pocos en los edificios cercanos.
– Quizá esa funesta suerte no alcance esta parte del mundo- llegue a pensar.
Pero en un instante supe que me había equivocado; por fin aquella cosa repugnante había llegado a mi ciudad.
Podía escuchar claramente como las ventanas iban estallando frente a mí, los gritos de los habitantes de los edificios cercanos eran horripilantes, la desesperación, el detonar de armas de fuego y el silencio que se iba produciendo asentaban más el miedo que sentía en mi pecho.
Nunca había robado nada, pero las circunstancias me obligaron a tomar con un tanto de violencia el primer vehículo que pude ver disponible. Pisé el acelerador y conduje precipitadamente hacia el sur buscando una efímera salvación.
No había ruido en el planeta, mis manos y piernas temblaban de pánico, conducían a gran velocidad, sin ni siquiera mirar hacia atrás, seguía avanzando. Me sentía como un recién nacido que tenía miedo y lloraba incesantemente buscando la protección de su madre.
Mientras avanzaba me preguntaba por los animales, ¿habrán sobrevivido? ¿Dónde se ocultarán? ¿Por qué no pude escapar con ellos?, cualquier cosa que pensara me ayudaba a distraerme un poco.
Las horas de huida quedaron asentadas en mi rostro, tuve que frenar, era el último espacio que se cubría con la luz del día y casi orinaba mis pantalones, en pocos instantes moriría.
No recordé mi vida en un segundo como dicen que sucede, quizá porque no iba morir. De cualquier manera, me persigne agradeciendo los buenos momentos y que pude manejar a una gran velocidad como siempre quise, evocando esas películas de acción y destrucción que tanto me gustaban, en lo referente al amor tampoco podía quejarme; ame siempre a quien yo quise.
Estaba a punto de cerrar mis ojos cuando del cielo cayo una estrella blanca que fulmino la unión de todos los males partiéndola en un segundo en dos pedazos desiguales. Convirtiendo los residuos en cuervos que murieron al contacto del aire antes de poder huir volando.
Algunos humanos aparecieron debajo del cumulo de polvo que dejo el astro benigno. No todos habían muerto, había un numero caprichoso de sobrevivientes cuya tarea seria reconstruir todo, aprender un solo idioma para comunicarse; comenzar todo de nuevo.
Fue así que la tierra tuvo una nueva oportunidad, quizá todo seria mejor de ahora en adelante o tal vez puede que sea la ultima vez para este planeta y todos sus habitantes antes de que ocurra otra fatalidad.
*Héctor Manuel Medina es músico, escritor, cantautor y un enamorado empedernido de la luna.