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Relatos de noche sin luna: Blatta

Escribe: Héctor Medina

Aquel miserable insecto me miraba fijamente de frente, unos 50 centímetros nos separaban el uno del otro. Ya lo había visto con anterioridad merodeando por mi mesa de estudio en ese viejo mueble de madera que me habían regalado los padres Benedictinos hace unos veinte años y que llevaba más de tres tinturas de petróleo a fin de salvarla de las plagas.

En la habitación solamente nos encontrábamos aquel bicho y yo. A pesar de que siempre había sentido desprecio por esos animalejos, la irrefutable calma que mostraba me tenía confundido. Es bien sabido que cuando se sienten descubiertos corren y se esconden en los lugares más estrechos e inalcanzables para los seres humanos, pero me miraba fascinado, contemplándome bajo la luz de las velas, estaba impresionado de como hojeaba aquel libro geográfico, donde se describían paisajes y criaturas de todo el mundo, desde las áridas llanuras del norte de América hasta las heladas cimas de las montañas asiáticas.

Una a una iba pasando las hojas de aquel majestuoso libro y en cada ocasión volteaba a ver a mi vigilante quien solo mecía las antenas emocionado, como si esperara que leyera en voz alta para poder enterarse de lo que decían aquellos valiosos textos, o quizá permanecía sereno esperando la hora en que por fin cerrara el libro y me escondiera de una buena vez entre las sábanas como lo hacía cada noche.

No pude contenerme y de un golpe cerré aquella obra, la fuerza hizo que crujiera la vieja madera, pero contrario a lo que pensaba no salió huyendo, permaneció ahí, quieto como roca que no le teme al poder de las olas del mar.

Decidí encararlo y puse mi rostro muy cercano a él. -Maldito insecto ¿Qué es lo que esperas? – No hizo ningún movimiento se mantuvo firme, tan seguro de que no le haría daño, al parecer me tenía un gran respeto o simplemente no me consideraba un hombre malo. -Anda corre de una vez o sentirás la furia de mi ser a través de este pedazo de papel. Te dejare embarrado en esa pared y tu diminuta vida será concluida por mi mano- grite furioso interrumpiendo el silencio abismal de aquella noche de octubre.

Un rayo de luna entro por la ventana y ese mismo haz se posó sobre él, movió las antenas una vez más, como si disfrutara el desorden que estaba ocasionando en mi cabeza; sacudió sus alas y volvió a relajarse.

No pude descargar mi furia, pues la confusión ante su serenidad era más grande que todo aquel enojo que me producía. Seguía ahí, mirándome, respirando con la misma frecuencia y ritmo que mis pulmones. Decidí rendirme y dejarlo vivir.

Me dirigí a la cama situada del lado opuesto al indeseado compañero de alcoba. Bostece con el deseo ferviente de que apagando las luces se retiraría y escondería en algún lugar hasta que las aves dieran su primer concierto matinal. Me mude la ropa, colocando sobre mí la indicada para pasar una noche fría. -Apagare las luces, es mejor que no te encuentre ahí al despertar- le dije y con un gran soplido apague la última llama colocada en el buró de caoba que me habían traído desde Francia.

Empecé a contar las estrellas que se distinguían a través del único cristal que tenía por ventana, con la intensión de distraer mis pensamientos y olvidarme de aquel asqueroso visitante. -Una, dos, tres… noventa y ocho, noventa y nueve- El cansancio me invadió mientras me arropaba con el primer sueño.

Habrían pasado al menos 4 largos minutos cuando escuche el andar de unas diminutas patas sobre la mesa, ese sonido casi imperceptible pero fácil de identificar. Mi mente seguía atenta a la situación por lo cual pude conocer claramente al responsable.

Me levante impulsado velozmente por mi propia paranoia, pero ese gran salto hizo que los dedos de mi pie derecho se encontraran con el filo del buró lo cual me hizo dar un tremendo grito de dolor, -Maldito adefesio de satanás, te juro por saturno que me desharé de ti- Busque inmediatamente los fósforos que habían salido volando para terminar bajo la cama y encender de una buena vez la vela que me serviría de guía para matar al visitante.

Me acerque velozmente al último lugar donde nos habíamos visto y me encontré que seguía ahí inmóvil, quieto y en calma, como si no se hubiera despegado ni un solo momento de ese sitio. Volví a amenazarlo e hice ademanes tan rápidos con mis brazos que el aire provocado extinguió el fuego de mi vela. Por fortuna llevaba los palillos de lumbre en la mano opuesta y rápidamente encendí la candelilla. El maldito acosador había desaparecido, ya no se encontraba moviendo burlonamente sus antenas sobre la pared.

Aliviado di un nuevo soplo y me quedé en penumbras otra vez. Confiado me dirigí a la cama, pero al dar el segundo paso aquel ruido sobre la madera me hizo reaccionar y nuevamente di vida a la luz. La cucaracha seguía en su misma posición y en el mismo lugar, froto sus patas traseras y pude percibir una especie de bostezo despreocupado, sabiéndose segura de que no podría matarla.

Tome uno de los periódicos que tenía en la mesa y lo enrolle de una manera tan perfecta que de un solo golpe acabaría de una buena vez con toda mi angustia. Tomé con fuerza mi recién adquirida arma, pero no pude acertar el golpe, algo me detuvo a escasos milímetros; no pude terminar mi cometido.

Destrozado anímicamente decidí dejar todo aquello por la paz y retirarme saboreando mi fracaso hasta la cama. El ruido se hizo presente una vez más, giré mi cabeza, pero ella seguía ahí en la pared, no podía explicarlo, era algo francamente increíble, pero cansado del día decidí no darle mayor importancia y continue mi camino.

Di dos pasos más y aquel sonido se hizo presente de nuevo, volteé mi cabeza y ya no estaba sobre la pared, al parecer se había marchado por fin. Confundido me acerque para corroborar, talle mis ojos desesperado y descubrí que todo había sido una ilusión, que seguía quieta en el mismo lugar como si me mirara burlona. En un acto de locura le lance el candelabro asestando de inmediato; cayeron juntos cuerpo y proyectil dejando oscura la habitación.

Encendí otro fosforo y recogí del suelo mi vela, ahí estaba apachurrado aquel molesto bicho. Suspire aliviado como quien ha ganado la guerra. Me acosté por fin, aunque el pecho me seguía latiendo presuroso, no pude apagar la candelilla y giré mi cuerpo en dirección contraria a la mesa. Nuevamente las pisadas sobre la mesa sonaron. Eche una mirada rápida, todo parecía en orden, no podía explicarlo, estaba seguro que había aniquilado al causante de mi nerviosismo, así que intente tranquilizarme, respire profundo y volví a girarme hacia el lado izquierdo.

La noche se hizo eterna y aquellos tres pares de patas seguían haciendo de las suyas. Solo esperaba que el primer rayo del alba penetrara por la ventana, de alguna manera eso me hacía sentir seguro ya que el ruido de las aves disimularía al menos aquel ruido que me acongojaba.

Por fin llego la tan esperada hora, un alivio lleno de vida mi espina dorsal. Me levante, moje mi cara con el consuelo de un nuevo día, el cual termino abruptamente cuando me di cuenta que aquel insecto no había muerto, continuaba mirándome sin ningún daño desde el mismo lugar donde todo inicio.

 *Héctor Manuel Medina es músico, escritor, cantautor y un enamorado empedernido de la luna.

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