La Carcajada de Tersites…Isaías y el tío Primitivo o de la conversación
By: Ángel Fernando Acosta A.
En un ensayo titulado “Elogio del diálogo”, Ricardo Garibay hace un breve recuento de los escritores que florecieron más, o de igual manera, en el arte de la conversación que en su propia literatura. Nos habla de Burckhardt, Cohen, Bergson y otros, de quienes alaba la lucidez, la gracia, el ritmo y la profundidad de sus disertaciones en vivo y frente a frente. También habla de Vasconcelos y Reyes de quienes dice: “Cuando aquí murió Alfonso Reyes advertí que ninguno de sus libros me había enseñado tanto como en algunas de sus pláticas, jaleadas por entusiasmos de memorias y relaciones librescas sin fin y sin contingencia. Y a Vasconcelos con vino y amigos, le oí páginas de viva voz mejores que las mejores de Ulises Criollo”.
Luego nos da a entender que son muy pocos los hombres, escritores o no, que poseen por igual el don de la charla y la escritura: “Hombres que a lo largo de un libro languidecen los he conocido impares en la discusión. He leído a escritores poderosos, exquisitos o laberínticos perfectamente refutables; cuando he hablado con ellos les he oído la razón que no encontrara en sus libros. Conozco personas de escaso alcance que han amontonado verdades definitivas a través de una noche exaltada. Hablando, de algún modo, todos participamos del genio que escrito sólo se da, de tarde en tarde, en hombres que acaban ilustres”.
Hace varios años, en una tarde de café, un gran amigo me contó que en la Rusia de Tolstoi y Dostoievski cuando un joven se quería dedicar a la literatura primero debía asistir ante una especie de jurado –compuesto por escritores maduros o viejos- que lo examinaría. La prueba consistía en que el aspirante a escritor debía entretener a los examinadores con su charla al menos por una hora, si no lograba el cometido los jueces trataban de convencerlo de que se dedicase a otra cosa para la que sí estuviera hecho. En aquella época se pensaba, y creo que con mucha razón, que si un escritor era aburrido al hablar lo sería aún más al escribir.
Esta anécdota nos llevó –a mi amigo y a mí- a realizar una especie de inventario de los escritores locales que conocíamos y a tratar de recordar si su charla era entretenida o no; la mayoría de ellos resultaron ser muy aburridos y tontos en su expresión oral. Dicho resultado nos condujo a más cuestionamientos sobre la relación entre la plática y la literatura, nos preguntamos por qué la mayoría de estos literatos (a quienes conocíamos personalmente) tenían un vocabulario tan reducido, una sintaxis tan enrevesada y unos juicios tan chatos, cuando se supone que han dedicado la mayor parte de su vida a leer, a cultivar el idioma y a aguzar su inteligencia. La respuesta quedó pendiente porque decidimos darles el beneficio de la duda y leer sus obras más emblemáticas para juzgar sin prejuicios. Se supone que al escribir se tiene mucho más tiempo para razonar lo que se dirá y para corregir lo que sea menester. Después de un par de semanas leímos un buen número de libros, de nuestras glorias locales, y descubrimos –sin gran sorpresa- que la mayoría de estos “escritores” eran igual de ineptos al hablar que al escribir.
Hace unos cinco o seis años, mientras tomaba café y escribía el borrador de un ensayo, se me acercó un hombre mayor de aspecto enfermizo y mirada desorbitada, quien dijo llamarse Isaías, Elías, Urías o algo por el estilo –en realidad su nombre no importa mucho porque durante la charla se lo cambió varias veces- y me preguntó si yo era escritor o artista. Antes de responderle, añadió que me preguntaba porque él me había visto varias veces leyendo o escribiendo (debo confesar que yo también lo había observado con anterioridad y había pensado, por su extraño aspecto, que se trataba de uno más de los muchos oligofrénicos que pululan por la ciudad), le respondí que no era un artista pero que en un futuro me gustaría dedicarme a la escritura. Al escuchar mi respuesta sus ojos brillaron con mayor intensidad, me dijo que le daba mucho gusto encontrarse con un colega, pues él sí era escritor y pintor de caballete, con más de tres mil cuadros en su haber. Luego de unos minutos de charla dijo sentirse cansado, ya que estaba convaleciendo de una cirugía reciente, y me pidió permiso para sentarse a mi mesa. Contrario a mi habitual proceder lo invité a tomar asiento.
Después de acomodarse y pedir un café suave, comenzó a contarme la historia de su vida: me habló de un “perro del mal” que asoló a su pueblo, durante varios días, cuando él era niño; que un primo suyo mató al abuelo paterno de ambos de un escopetazo; me habló de sus primeros amores; de sus estudios en la Ciudad de México; del ánima de un burro que penaba por las calles de Real de Catorce; del cáncer de huesos que padecía; de cómo lo dejaron “vestido y alborotado” frente al altar; de los buenos y malos “viajes” que tuvo con peyote; de los fantasmas -de la nostalgia y la melancolía- que lo atormentaban en las noches solitarias; de su formación como artista y de su obra pictórica; de su amor adolescente por una maestra rural; me contó cómo conoció a Edmundo Valadés y de sus publicaciones en la revista literaria El Cuento; me dijo que vivía como inquilino en su propia casa y que ya sentía muy cercana su muerte… Tal vez piensen, queridos lectores, que debido a mis aspiraciones literarias fui muy afortunado por encontrarme con un personaje que tenía tantas cosas por contar, la verdad es que lo que prometía ser una agradable y entretenida plática degeneró en el monólogo más largo, errático y denso que me haya tocado escuchar.
Lo más triste es que dejó inconclusas todas las anécdotas que me refirió, no porque fuera taimado o díscolo, sino porque al ir narrando una historia se le venían a la memoria otros episodios de su existencia. Lamentablemente, él, no tenía la paciencia necesaria para concluir un relato y comenzar otro; era como si Sherezada tuviese un Aleph y quisiera contar todo lo que ve, pero de manera simultánea. Isaías no carecía de gracia al irme refiriendo sus vivencias, su principal problema era el arrebato con que lo hacía; él mismo se daba cuenta de sus circunloquios inconexos y frenéticos, pero los atribuía a que durante muchos meses, a causa de su enfermedad, se recluyó en su casa sin más compañía que la soledad y sus recuerdos. Agregó que debido a este encierro había perdido la práctica y el tacto necesarios para hablar con otra persona. Sólo charlé con él esa tarde, así que no puedo saber si antes de su enclaustramiento era un gran conversador o si lo que dijo era sólo un pretexto para justificar su oligofrenia.
No soy tan viejo ni tan experimentado como quisiera, sin embargo, por azares de la fortuna conocí y traté (desde mi infancia) a uno de los mejores narradores orales que he conocido: don Primitivo Cervantes, quien fue mi tío político y, desgraciadamente, murió hace ocho años. Sin exagerar, mi tío era la antítesis de Isaías en eso de saber contar historias o “platicar sabroso”. Don Primi, como le decían de cariño, sabía darle el tono y el ritmo adecuados a todo lo que contaba; sabía administrar –de la mejor manera- la tensión dramática y la dosis de humor necesaria para atrapar a sus oyentes. Una vez que comenzaba una narración todos los que lo rodeábamos queríamos conocer el final de la historia. En sus narraciones también le ayudaba su potente voz baritonal y su carcajada franca, sonora y contagiosa, con la cual remataba sus cuentos. Cuando mi tío asistía a las reuniones familiares él se convertía, como se dice coloquialmente, en “el alma de la fiesta”, todos formábamos corro a su alrededor para no perdernos ni una sola de sus palabras. Él fue, como Stevenson, un auténtico “tusitala”.
Parece que al final, como en la mayoría de las actividades humanas, ser o no un buen conversador depende, en gran medida, del talento, de la inteligencia, de la memoria, de la técnica… y del oficio de cada uno. Sin embargo, no podemos negar que a la mayoría de las personas –a quienes no les gusta leer ni escribir- no saben, ni les importa que su expresión oral sólo les sirva para comunicar, a duras penas, lo cotidiano.
Entre los escritores es rarísimo encontrar a quienes tienen por igual el don de la palabra hablada y la escrita. En nuestro país, durante el siglo XX, destacaron como grandes charlistas y escritores: Don Alfonso Reyes, el padre Ángel María Garibay, José Vasconcelos, Juan José Arreola y el mismo Ricardo Garibay.