La carcajada de Tersites… Pachita o la breve historia de un espíritu inquieto
By: Ángel Fernando Acosta
Pachita era pequeña, patizamba y de piel muy oscura; no sé si ese color era natural o se debía a la acumulación de mugre. Su cara era chata y ancha, más parecida a una máscara ritual tallada en madera o piedra –por manos poco hábiles- que a un rostro humano. Sus ojillos rasgados solían brillar intensamente, a veces con picardía y a veces con lujuria. Ella vestía blusas muy coloridas y faldas rectas, de color negro, que le llegaban hasta la pantorrilla. Casi siempre andaba descalza pero en ocasiones especiales usaba unos viejos zapatos de tela. Su indumentaria la completaban dos elementos que, para ella, resultaban de primera necesidad: un rebozo raído y de color indefinido que hacía las veces de mecapal, bolso, estera, parasol, etc., y un grueso palo (de aproximadamente metro y medio de longitud) que le servía de cayado, arma y herramienta para alcanzar y cortar pencas de nopal y demás frutos del campo.
A pesar de su aspecto desastrado, sus deficiencias intelectuales y sus problemas físicos, Pachita, no practicaba la mendicidad. Era una mujer muy activa y trabajadora que se ganaba la vida mercando los diversos productos que recolectaba en el cerro: quelites, nopales, hierbas medicinales, hongos, leña, tierra de encino, etc. Sin embargo, como un buen espíritu práctico no rechazaba las monedas que le daban las almas pías. De esta manera, nunca le faltó el sustento y el poco dinero que ganaba le era más que suficiente para embriagarse a diario con “toros negros” y mantener a su concubino.
Carinio, como también del decíamos a Pachita, se expresaba en una lengua que parecía la combinación entre el purhépecha y el otomí; aunque puede ser que sólo hablase purhépecha, pero la memoria puede ser muy engañosa y da fácil paso a la fantasía. Cuando se emborrachaba, cuando se enfurecía o la golpeaba su amante, ella pronunciaba algunas palabra es español: Lucro (sobrenombre de su tarzán), puto, chinguesumá, matar y carinio. La última palabra era su forma de decir “cariño”, y ese fue el origen de su segundo apodo. En el colmo de su furia construía una frase cargada de odio, algo así como: “Vua matar Lucro, Carinio”.
El hombre –al contrario de lo que creía Rousseau- es un ser cruel y malvado por naturaleza, pero los más crueles suelen ser los niños y los adolescentes, quienes suelen divertirse abusando de los más indefensos y para ello inventan juegos terribles. En mi pueblo uno de esos “juegos” consistía en molestar con bromas pesadas, insultos y golpes a los teporochos, los desamparados y los débiles mentales. Entre las víctimas habituales de los abusones se hallaba Pachita, a quien hostigaban hasta que ella los perseguía, con su torpe andar palmípedo, para golpearlos con su bastón o arrojarles alguna una piedra que estuviese a mano. Al cabo de un tiempo, los agresores perdían el interés y la dejaban en paz hasta la próxima ocasión.
Pachita siempre le fue fiel a Lucro, al menos emocionalmente, pero esto no evitó que se entregara –por dinero- a los hombres más salaces y pervertidos del pueblo. A pesar de su aparente relajación moral ella amaba con locura a su canchanchán, lo que la llevaba a celarlo de cuanta mujer se cruzara en su camino, y como el galán era ojo alegre los celos estaban más que justificados. Lucro siempre fue de pocas pulgas y ante la menor provocación golpeaba a Pachita. En varias ocasiones estuvo a punto de matarla a golpes, dejándola, literalmente, bañada en sangre. Sin importar las constantes patizas que le propinaba ella amaba de verdad a su marido.
Carinio tenía tres grandes pasiones en la vida: el vino, Lucro y las caminatas. Nadie sabe por qué cada cierto tiempo ella desaparecía del pueblo, durante varias semanas e incluso meses, para emprender largos viajes que se extendían por decenas de kilómetros. Hay testimonios de mis paisanos que dicen haberla visto caminar cerca de Morelia, Zamora, La Piedad y otras muchas ciudades y pueblos que quedan bastante alejados de mi pueblo, Tiríndaro. Cuando Pachita emprendía uno de estos peregrinajes lo hacía cargando pesados fardos sobre sus espaldas y conversando en voz alta consigo misma. Lo más probable es que ella caminara tanto por alguna compulsión monomaniaca, pero prefiero pensar que lo hacía para cumplir alguna manda religiosa, para expiar sus pecados, para dejar su huella en el mundo o simplemente –como Stevenson y Unamuno- por el puro placer de caminar.
Hace varios años me enteré que Pachita murió como vivió: “al lado del camino”. Me dijeron que la encontraron al costado de una carretera, su cuerpo presentaba claras señales de haber sido atropellada por un auto. Después de todo, no fue una mala muerte para un espíritu libre e inquieto. Espero que estas líneas sirvan de responso y recordación para ella y muchos otros que han vivido y muerto al margen de la sociedad, en la frontera de la cruel realidad y la de sus dulces fantasías.