Lupita
Por Luis Fabián Fuentes Cortés
“Este atrio es del pueblo, no de un cura ratero”.
Eso decía la pancarta. Había gente manifestándose por que el sacerdote había puesto una valla alrededor de la plaza que se encontraba frente al atrio de la iglesia. Al ver la pancarta, Joaquín sintió que su acto de esta noche estaría justificado. No era fácil ver a su esposa morir cada día. Los médicos no lograban diagnosticarla y todo tratamiento era inútil.
La pesadilla comenzó a los dos meses de casados. Rosalba sufría de vómito y mareo, pero su periodo no se veía interrumpido, por lo cual descartaron un embarazo. El médico diagnosticó inicialmente una infección. Después vinieron las hemorragias, los letargos, las convulsiones y finalmente el coma. Dos años de ir y venir de hospitales. El seguro se volvió insuficiente ya que los gastos médicos se vieron rebasados. El banco, en forma poco humanitaria, como suelen hacerlo los bancos, rondaba como buitre alrededor del auto y la casa que ambos habían comprado antes de casarse.
Después de que Rosalba cayó en coma la cosa se puso peor. El salario íntegro de Joaquín pasó a manos de los médicos, de los hospitales y de las farmacias. Comenzó a vender muebles y todo lo que podía para al menos tener algo para comer.
La iglesia estaba a reventar. Era diciembre y la fiesta del día doce se acercaba. Cerca de la iglesia se advertían varias dualidades producto de la fiesta. Borrachos altamente cristianos que mentaban madres al por mayor mientras comentaban los partidos del fin de semana. Mujeres jóvenes, vestidas con el traje tradicional, maquilladas a la usanza moderna, mientras llamaban nacas a sus compañeras y despreciaban a la vendedora de alcancías que venía de un pueblo cercano, curiosamente, vestía igual que ellas, lo único diferente era la ausencia de maquillaje. Otras mujeres danzaban, simulando un baile prehispánico, disfrazadas como suponían se vestían las mujeres aztecas. Los chavos agradecían con miradas lascivas cada salto o giro.
El atrio era un verdadero tianguis, con venta de productos chinos incluidos. Joaquín recordó el relato la expulsión de los mercaderes del templo y solamente suspiró. Se dio cuenta de que la frase “mi reino no es de este mundo” había pasado de moda. El único sitio ausente de la celebración era la zona donde estaba estacionado el Mercedes Benz. Esa zona lucía una valla perimetral para que el carro del cura no fuera salpicado por alguna bebida non santa.
Llegó a empujones a la puerta de la iglesia. La misa de ocho era de las más concurridas. Se podía ver de todo. Desde el limpia parabrisas, hasta el rico agricultor de la ciudad. Había escuchado leyendas sobre esa misa. El sacerdote iba a la mitad del sermón y las mujeres prepararon las canastas para recoger las limosnas, todas estaban numeradas. El plan de Joaquín no podía fallar. No podía darse ese lujo. Caminó por los pasillos hasta el lugar donde concentraban las canastas. Comenzó el pase de la charola. Las leyendas eran ciertas. En las fiestas de diciembre llegaban a caer billetes de a quinientos o de a mil pesos en las canastas. Rebosaban de dinero. Se apostó cerca del área de recepción. El encargado de recibir las canastas tenía que realizar dos pasos antes de meter el dinero a la caja de la iglesia. Lo primero era contar las canastas ver que ninguna faltara. Después, habría que meter todo en un arca que se mandaba a contabilidad. Sin embargo, el arca no se encontraba ahí, el encargado debería pasar por ella al sótano. No había seguridad alguna. ¿Quién sería capaz de robar en la casa de Dios?…
Ese era el instante perfecto. La gente se preparó para recibir la bendición. Joaquín pensó: “El Señor está de mi lado”. Se acercó, nadie lo veía, los ojos estaban concentrados en el altar. Tomo una, dos, tres, cuatro canastas y vació el contenido en su mochila. Entonces vio venir al encargado. Sin voltear atrás caminó a paso veloz entre la gente. Y salió de la iglesia, adentro se armó un bullicio enorme. Alguien había huido con parte de las limosnas.
Joaquín se perdió entre la gente. Salió corriendo y sudando por una calle cercana. Subió a un taxi y pidió que lo llevara a una plaza comercial cercana. Entró en un café y pidió una cerveza. Miró dentro de su mochila y a simple vista contó veinte mil pesos. En eso sonó su celular, el mensaje era simple: “Rosalba acaba de despertar y quiere verte. Ven pronto al hospital. Parece que está bien”. Joaquín sonrió como hacía mucho no lo hacía. El Señor era su pastor, nada le faltaba.
Changoonga.com no necesariamente adopta como suyos los choros, chorizos, morongas y chistorras publicados en ella y deja en sus respectivos padres (autores) la responsabilidad de todas las barrabasadas y debrayes que aquí plasman, producto de las ardillas hiperactivas que habitan en sus macetas. Si te gusta, ¡dale like y comparte!