Magufos everywhere
Por Alberto Luquín
Apenas vi completo el debate entre Richard Dawkins y Deepak Chopra en esa cosa llamada “Ciudad de las Ideas”. Lo había evitado, confieso, por el disgusto que me provocan sus protagonistas y por el hecho de que el evento, en sí mismo, no parece ser de cuentas muy claras. El resultado fue el previsto: una pelea de inválidos donde Dawkins puso al charlatán indio como trapeador y este último, pese a la derrota, acabó siendo aplaudido por más de un incauto.
Esto me recuerda la reciente visita de Jodorowski y el entusiasmo que provocó en sus fans; basta leer, por ejemplo, esa oda al cretinismo que es su reseña oficial ¿Qué puede llevar a alguien a asumir sinsentidos (“un átomo tiene conciencia”) o perogrulladas como si fueran una verdad revelada? ¿Qué lleva a alguien a ver en ciertos patrones de consumo “alternativo” un imperativo ético en cuyo favor exclusivo debiera legislarse?
Si asumimos que estamos en una ciudad en crisis, la respuesta no parece muy distante: desempleo, nula inversión, exceso de politiquería y políticas públicas que se quedan en el archivo, ausencia de espacios de reflexión, deficiencias graves en el sistema educativo. Con un contexto así, no falta quien busque desesperadamente un fundamento y acuda al primer acto de fe que aparezca.
Cada quien tiene derecho a creer (o no) en lo que le plazca, de la misma forma en que tiene derecho a expresar sus creencias y aguantar vara cuando se le señale que éstas están equivocadas o simplemente se pasan de rosca; después de todo, si a algo debemos faltarle el respeto es las ideas propias y ajenas.
Sin embargo, este derecho se termina cuando alguien pretende aprovecharse de recursos públicos o imponer los propios prejuicios como parte de una agenda política. Lo he dicho otras veces: éticamente, no hay mucha diferencia entre los derechistas de Provida y los ecofascistas de Greenpeace, pues ambos grupos buscan que se legisle desde perspectivas excluyentes, reduccionistas y fundadas en la creencia más que en la evidencia.
En Morelia, el mercado de loquitos va a la alza, no sólo por el wishful thinking y el fundambientalismo que parecen caracterizar al activismo antisistema. Consultorios de homeópatas y acupunturistas, tiendas de productos esotéricos, cursillos de autoestima que pervierten el lenguaje de la física y las neurociencias. En medio del desastre, pareciera haber algo para todos.
Incluso nuestra universidad pública, de glorioso pasado y digno presente, no se salva: cada año se organiza un diplomado en una terapia llamada “biomagnetismo médico”, consistente en colocar imanes de refrigerador sobre el cuerpo del enfermo. Y conste que no pienso decir nada sobre esos maestros que padecen el síndrome de Jalife y durante clases enteras hacen pasar su verborrea paranoica como si fuera el resultado de arduas investigaciones y desvelos.
Por ahora, el espacio se termina. Continuamos el próximo martes.
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