Relatos de noche sin luna: JerKan
Escribe: Héctor Medina
Aquella noche de invierno se mostraba ausente de estrellas en el firmamento, gruesas nubes rodeaban amenazantes la luz del plenilunio. Una farola colgaba con un fuego casi extinto de un poste metálico que se aferraba con fuerza al oscuro y viejo naranja de los ladrillos que la sostenían como clamando misericordia antes de una muerte desastrosa.
El clima era frío, finas capaz de hielo cubrían las tuberías que se enredaban entre aquellos apestosos edificios que alojaban en sus entrañas a ladrones, prostitutas y drogadictos. La neblina se apoderaba poco a poco de la ciudad, las calles permanecían desiertas, víctimas de los gélidos vientos decembrinos.
Todo el mundo se refugiaba en sus casas, pero a mí me permitía realizar una magnifica caminata a media noche, me sentía confiado, sabiendo que ningún rufián querría siquiera atravesarse en mi camino. Seguramente estarían metiéndose periódico o cartón entre sus harapientas prendas para poder soportar el frío. De pronto un ruido llamó mi atención, giró la cabeza despacio, con un poco de miedo y cautela, descubriendo una niña de un largo pelo castaño adornado por un sombrero negro y una flor roja como ninguna, que lloraba amargamente en una esquina cualquiera.
En un abrir y cerrar de ojos la pequeña desapareció tan rápido como había aparecido. Caminé sin rumbo y las calles parecían un laberinto color vino formando burbujas que se reventaban unas con otras entre plazas, jardines y casas a desnivel, formando sonidos semejantes a voces de ultratumba, ánimas en pena ansiosas de la redención.
Pasé minutos andando, quizá fueron horas, perdí la noción de tiempo y el espacio. Observaba nubes de tormenta, esas malditas nubes que no hacían más que cubrir el cielo y escupir de vez en cuando copos de nieve oscura a causa de la contaminación y otras tantas granizos mortales capaces de romperle los huesos a cualquier vagabundo. Estos pensamientos me hicieron desviar la atención de la ruta que me había propuesto seguir en busca de aquella niña.
Un nuevo ruido me puso en alerta, había un perro gris malherido y furioso sobre unas escaleras que bien podrían dirigir al usuario hacia el final de un abismo o quizá al fondo de alguna tétrica caverna donde habitaría algún ser más feroz, pero la oscuridad no me permita definir con certeza el punto exacto hacia donde se dirigían.
En un principio no le mostré interés al fiero can hasta que sus ojos negros comenzaron a llenarse de fuego. Al cruzarse nuestras miradas se puso rápidamente de pie y gruñó amenazadoramente, no me quitaba los ojos de encima, observaba fijamente cada mínimo movimiento que realizaba, con las pupilas dilatadas, erizado, listo para atacar.
En su bocaza se mostraban sus afilados y desgarradores colmillos y sobre su nariz había restos de sangre fresca. El olor era putrefacto y sus ladridos cada vez más sonoros y amenazantes. En el fondo de aquellas escaleras se comenzaron a escuchar claramente los sonidos de una celebración portentosa.
La música era alegre e invitaba inexplicablemente a ser parte de la algarabía. Sin embargo, me encontraba ante un problema que debía ser resuelto inmediatamente. Después de pensarlo con detenimiento y observando todo aquello que pudiera utilizar como arma que estuviera a mi alrededor cercano no tuve más que la certeza de gritar pidiendo ayuda, invadido por el pánico aun a sabiendas de que no sería de utilidad ya que nadie escucharía mi suplica debido al volumen de la delirante música de fondo.
Mi segundo pensamiento fue correr, pero sabía que tarde o temprano aquella fiera me alcanzaría clavando sus filosos colmillos sobre mi espalda, destrozando mi columna, aplastándome el cráneo y devorando lentamente la parte inferior de mi cuerpo sabiente que la muerte aun no terminaba de abrazarme.
Tragando saliva decidí enfrentarlo, cerré con fuerza mis puños y lancé un grito de guerra, consciente de que la muerte se burlaba de mí desde aquellas verdes llamas alimentadas por las almas desdichadas de aquellos que, como yo, habían perdido el rumbo y caído en una de sus tantas trampas.
Me abalancé decidido al fin de someter la furia de aquella bestia, lanzando todo el peso de mi cuerpo sobre aquel temible rival confiado en que caería enteramente sobre su estómago, imposibilitándolo momentáneamente de tal manera que me permitiera detener sus feroces mandíbulas que estaban impacientes desde que nos encontramos por probar mi carne, y aunque recibí una fuerte mordida mis manos no interrumpieron el objetivo de detener de una buena vez sus malolientes fauces para impedir así que me propinara un segundo ataque.
Mientras luchábamos sin tregua alguna, mi boca sin alguna razón comenzó a pronunciar un mantra: “Om Shanti, Shanti, Shanti” pronunciándolo lentamente una y otra vez. Pude ver cómo las lágrimas se desprendían por entre los parpados del animal a gran velocidad extinguiendo el infierno que contenían aquellos ojos.
Pasó el tiempo pálido y callado, pero colocando dos estrellas fugaces en el espesor del firmamento como un par de kamikazes que crearon una chispa luminosa combatiente de la noche al pie de las montañas de una rivera distante.
La fatiga estaba por hacerme claudicar, sonreí, lo había dado todo y quizá con un poco de suerte podría seguir con vida. Fue entonces que aquel animal me miró con su ojo izquierdo el cual abrió ampliamente y haciendo un esfuerzo por hablar conmigo – (pues aún no soltaba su hocico) – pronunció agotado
–Gracias, me has salvado –
Confundido lo solté rápidamente, pues no comprendía el por qué de su hablar, hecho que aprovechó el agradecido mastín para correr y perderse nuevamente en el abrigo de la ahora cálida noche.
Ya sin la bestia en escena, una lluvia torrencial comenzó a caer desafiante sobre la tierra. Empapado hasta los huesos enjugué mis lágrimas y cubrí mis heridas con algunas hierbas del lugar, acto seguido, marqué el paso en busca de la protección de mi habitación; de la niña no supe más.
*Héctor Manuel Medina es músico, escritor, cantautor y un enamorado empedernido de la luna.