Relatos de noches sin luna: Las Gafas
Escribe: Héctor Medina
Era el verano del 97. Me había mudado a la ciudad hacía un par de días, un nuevo trabajo me presentaba la excusa perfecta para vivir nuevas aventuras y así conseguir el progreso de mi arte y de cierta estabilidad financiera.
Ya había buscado con anterioridad alguna casa o departamento al cual pudiera mudarme, el único requisito que buscaba era que me presentara algún tipo de reto, algo que me inspirara a seguir perfeccionando mi obra.
Y de pronto ahí estaba parado frente a un extraño edificio. Era un casón viejo pintado de un azul pálido, casi lloroso, con barandales verdes levemente oxidados, dividido en tres departamentos apilados.
La ubicación de este lugar era una antigua zona pantanosa, que contaba con un rio cercano y una lúgubre calzada a un cementerio; que combinación tan excitante. Me provocaba escalofríos de la emoción y sin dudarlo adquirí el espacio no importando el precio. Para mi buena o mala suerte me toco el piso de en medio. Rápidamente desempaqué mis cosas y las fui acomodando todas en perfecta sincronía y orden, el lugar era maravilloso, los espacios encajaban a como yo quería acomodar mis posesiones.
Pasaron algunos días y todo iba bien, el silencio de la zona ayudaba bastante a desarrollar mi trabajo por los mañanas y por las tardes me permitía apaciblemente tomar una buena copa de vino en el balcón de mi departamento. Todo parecía estupendo hasta que los vecinos del piso de abajo empezaron a discutir todos los días. Tremendos gritos resonaban principalmente a media noche cortando mi sueño y provocándome un insomnio prolongado que me hacía maldecirlos a cada minuto que pasaba.
Por otra parte, descubrí que el vecino recién llegado era un fanfarrón que le gustaba explotarnos los oídos con su música bestial, sin sentido, que solamente hacia retumbar el piso y los cristales de mis ventanas. Fue así que un día sin previo aviso subió tanto el volumen de aquel aparato de sonido que me provoco un susto gigantesco lo cual me hizo aventar mis lentes, cayendo estos sin piedad por el suelo provocando grietas en ambas micas.
-¡Maldita sea! tendré que comprar unos nuevos y vaya que estos eran mis favoritos, te maldigo ‘puberto’ desgraciado, pero me la pagaras algún día-.
Sin mas remedio me dirigí a comprar unas gafas nuevas, pues me eran indispensables ya que desde hacía algunos años mi vista iba en declive. Sin mucho ánimo empecé a utilizar aquellos nuevos ojos, dejando los anteriores en no sé dónde, los perdí en algún lugar, en alguno de los dos cuartos que habitaba, pero no le preste mucha importancia al hecho.
Seguían pasando las noches y las molestias por parte de los vecinos no cesaban. Cierta ocasión un golpeteo insistente en la planta inferior volvió a despertarme, recuerdo que molesto me dirigí al baño y tome un par de pastillas… el ruido ceso de golpe.
Después de dos días no se escuchaba nada de los vecinos, quizá habrían arreglado los malos entendidos y se marcharon de vacaciones como en una segunda luna de miel -pensé- cosa que me parecía fantástica ya que por un par de noches había conseguido dormir excelentemente, ahora solo me tocaría lidiar con el escandaloso de arriba.
Era genial tener aquella quietud con las noches. Un día desperté de tan buen humor que prepare un buen café y puse en la vieja sinfonola que poseía la novena sinfonía de Ludwig Van Beethoven, siempre he sido amante de lo antiguo, de lo bueno. El clímax de aquella bella melodía fue abruptamente interrumpida por el escandalo del vecino. – ¡No puede ser! como alguien puede despertarse un fin de semana a las siete de la mañana con semejante estruendo y frases vulgares- Irritado empecé a sentir una especie de migraña y fui nuevamente al botiquín del baño para ingerir otro par de pastillas. Me dirigí entonces al cuarto y me acosté dejando mis lentes en la mesa de noche para momentos después caer en un sueño profundo producto de las píldoras. Cuando desperté la música seguía sonando y fue así que continuo hasta ya pasada la medianoche; de pronto se detuvo sin más, dejando todo en un perfecto silencio.
Paso una semana y no se escuchaba el más mínimo ruido en aquella casona, irremediablemente me sentía feliz, por las noches lo más que se podía oír era el canto de una lechuza que gustaba detenerse en mi balcón bajo la lejanía de la luna y por las mañanas solo la campana del camión recolector interrumpía mis pensamientos; me sentía inspirado y satisfecho.
El día del pago de la renta había llegado y el casero insistentemente llamaba a los vecinos sin recibir respuesta alguna. Yo por mi parte saqué felizmente mi pago y se lo di muy agradecido por el espacio. Cuando me pregunto por mis compañeros de casa no supe darle respuesta alguna, -No he sabido nada de ellos desde hace ya varios días y no es de mi incumbencia estar al tanto de ellos- y al decir esto cerré la puerta y me dirigí a fumar uno de los puros que guardaba en mi escritorio.
El casero siguió insistiendo los días posteriores a su primera visita, pero al no obtener respuesta alguna decidió llamar a la policía. Acudieron algunos detectives pasadas unas horas, llamaron a la puerta de ambos departamentos, a los teléfonos de los amigos y familiares cercanos sin obtener algún dato relevante sobre aquellas personas o de su paradero. También me cuestionaron, pero obtuvieron de mi la misma respuesta que le di al casero. No había otra opción que ingresar a los sitios donde se les vio por última vez. Así que con ayuda de una llave maestra lograron abrir las puertas. Buscaron por mas de dos horas y solo encontraron un par de platos rotos en la sección de abajo y el equipo de audio encendido en la planta alta.
Consternados decidieron visitarme, haciéndome preguntas acerca de mi locación en ciertas horas del día durante las dos semanas pasadas y sobre qué fue lo último que vi o escuché de aquellas personas, mis respuestas eran frías y concisas, ¿Qué querían que supiera acerca de aquellos hechos? -Yo solo soy un artista que suele estar encerrado entre estas cuatro paredes, lo que hagan o dejen de hacer los demás me importa un reverendo pepino- Decidieron inspeccionar la casa un poco más a fondo, como tenía todo en orden no pudieron mas que echar un ojo encima, no parecía esconder nada, todo estaba en su lugar y sin observar nada fuera de lo común decidieron marcharse y dejarme en paz.
Las investigaciones continuaron más nunca se pudo saber que había pasado con los vecinos. En el barrio comenzaron a decir que esa casa estaba maldita y que todo aquel que pasara una noche en cualquiera de aquellos apartamentos vacíos seria consumido por algún demonio o fantasma y nunca más se volvería a saber de él.
No teniendo otra opción el dueño de aquella casa le pidió al casero colocara un gran letrero que dijera ‘En venta’, por lo cual me pidió por favor buscara algún otro sitio para establecer mi hogar, tenia un par de días para hacerlo pues no querían a nadie viviendo ya en aquel domicilio.
Lentamente empecé a guardar todas mis cosas con sumo cuidado, estaba a punto de terminar de empacar todo cuando me detuve un momento, me serví un trago de aquel whisky barato que estaba sobre una mesa de centro y lo tomé tan despacio que me produjo un adormilamiento casi inmediato. Y muy dentro de mi empecé a tararear aquella obra que tanto placer me producía, la mayoría de la gente la conocía como el “Himno a la alegría”, pero para mí era una melodía triunfal más que de hermandad.
La hora de partir había llegado, solo había que aguardar al camión de la mudanza y subir los muebles mas pesados. Me acosté un momento sobre mi cama en lo que terminaba la espera. De pronto sentí que algo me llamaba por debajo de ella. Recargué mi cuerpo sobre el piso y en lo mas oscuro pude ver algo brillando, intrigado moví la cama y descubrí mis viejos lentes, llenos de sangre… Quizá la policía nunca sepa lo que ocurrió con los vecinos, pero yo me daba una idea de lo que había sucedido.
*Héctor Manuel Medina es músico, escritor, cantautor y un enamorado empedernido de la luna.