Instrucciones para sobrevivir a Guayangareo…El mundo se acabó (y no nos dimos cuenta)
By: Alberto Luquín
“Se acabó el mundo, pero inmediatamente después empezó otro igual, por eso nadie se dio cuenta”, dijo el profeta Isaías en el único noticiero que vale la pena, 31 Minutos. Y aunque en realidad no hubo apocalipsis alguno hace un par de semanas, el primero de julio para ser más precisos, sí hemos tenido algunas revelaciones y asistimos al martirio de dinosaurios que no eran tan simpáticos como Anacleto, que por cosas del destino no murió en la glaciación.
Ese domingo desperté temprano, con la rareza de tener una convicción en mi vida: Salir a votar. Bueno, no sólo una: Dos. También estaba determinado a ver el partido y desayunar a la inglesa, con cerveza, que las pasiones del alma son pobres cuando viven sólo del nacionalismo, tal como las del cuerpo cuando desayuna sólo con jugo de naranja. Hice lo propio, salí a pasear con el perro, regresé a casa y recogí mi credencial, esa tarjetita de plástico que nos endilgaron, sin que nos diéramos cuenta, como identificación válida y masiva. Una semana antes había consultado la ubicación de mi casilla, pues logré escapar del suburbio poco después de que el tiempo de gracia para notificar cambios de domicilio terminara. La página del INE me dirigía, como opción, a un lugar relativamente cercano a casa, o al menos alcanzable en nuestras peligrosas y simpáticas combis; por lo demás, me quedaba la poco práctica y aún menos ética posibilidad de votar en una casilla especial, lo cual preferí no hacer.
Llegué como a las dos de la tarde a la primera opción y, sin necesidad de hacer fila, descubrí que debía acudir hasta Tres Marías, un lugar que aborrezco. Y allá voy, credencial en mano, que soy olvidadizo, aún sin haber decidido mi voto. Llego al colegio donde instalaron la casilla; esta vez sí me toca fila, detrás de varias familias que cargaban con hijos y perrijos y de adolescentes vestidas como si fueran a una fiesta. Todo en orden, con entusiasmo. Ninguna irregularidad, ningún llamado a votar por nadie ni contra nadie. Alegría. Fiesta cívica, sin cohetes ni estridencias.
Paso, dicen mi nombre en voz alta, revisan que esté en la lista y me dan las boletas, espero unos minutos para poder recogerme en la intimidad de tres paredes de plástico y una cortina, también de plástico, y me encuentro aún dudoso frente a los nombres. Elijo, en un ejercicio de memoria, convicciones y víscera –que, como bien dijo Heidegger, nunca podemos sustraernos de nuestro estado de ánimo-, escribo las marcas correspondientes y con apresurada solemnidad introduzco cada boleta, doblada con cuidado, en su respectiva ranura. Ale jacta est, y también secreto es el voto; sólo diré que me decidí por el voto útil que definitivamente podía funcionar y que salí de ahí con la certeza (tres certezas en un día, quién lo hubiera dicho) de que festejaría, sin importar el ganador, la derrota del PRI, en todo el país, y de Fausto Vallejo, esa trágica y perversa figura, en nuestro bello remedo de ciudad.
Me enteré de los resultados en mi pequeño feudo de Godínez. Las cifras fluían con rapidez y en unos minutos ya no había duda alguna. Un par de caras largas, el resto de júbilo. Afuera, un ambiente festivo; en Twitter y Facebook, comenzaban a surgir voces que invocaban al racismo, el clasismo y el Dunning Kruger para descalificar a quienes habían votado por el ganador y organizando una extraña forma de protesta individual, en un curioso oxímoron, consistente en trabajar el doble para así demostrarle a los chairos izquierdosos que las cosas no se consiguen estirando la manita. Sólo recuerdo haber pensado que esa gente nunca en su vida ha escuchado La Internacional, y recordar, no sin sorna, que algunos fueron mis alumnos y que sólo habían aprobado porque “el colegio es una empresa, profesor, nunca lo olvide”.
Al día siguiente despertamos con otra certeza: La de que la democracia funciona. Aunque nunca he suscrito la narrativa del fraude de 2006 (nunca demostrado, ni siquiera por el estudio de Luis Mochán que nunca han leído quienes lo citan) ni la de 2012 (comprar votos no es hacer fraude), esta vez el triunfo había sido apabullante. Por lo menos, pensé, ahora no tendremos a un pobre tipo apocado haciendo el ridículo vestido con una chaqueta militar dos tallas más grande y ordenando una guerra que no sabía pelear, tal vez porque nunca en su vida había tenido que luchar por algo.
Es cierto que muchas de las promesas de López Obrador son impracticables, y para llegar ha debido descender al mundo real y aceptar alianzas con personajes más que dudosos de nuestro presente y pasado políticos. Pero no se ha votado por eso, y es algo que los críticos que ahora machacan día y noche sobre las promesas revocadas antes de iniciar el mandato presidencial no entienden. Se votó para sacar al PRI del poder, para gritar contra el matadero en que nos hemos convertido; para protestar contra esos empresarios que viven del bajo salario y las prestaciones que regatean a sus trabajadores, pero a la vez les suplican elegir a quien ellos dicen, como si aparte de ser dueños de nuestro tiempo –ese tiempo que libremente modifican para no pagar extra-, también lo fueran de nuestras conciencias. Se votó contra un sexenio de ineptitud y corrupción que ha ahondado el clasismo de una élite aspiracional construida desde el tráfico de influencias y el privilegio, contra la exclusión. Y muchos lo hicimos con plena conciencia de que falta demasiado por trabajar, pero también de que la organización popular sí puede alcanzar un destino común.
Más que un voto, fue un acto de fe: El de que la democracia no es tanto un gobierno de mayorías porque representa sólo a aquellos que votaron en masa por un candidato, sino porque el sistema comprende la mayor representatividad posible. Se votó por la esperanza, sabiendo muy bien que el destino de toda esperanza es ser defraudada o, en el mejor de los casos, cumplirse sólo parcialmente.
No deja de parecerme gracioso ver todavía a estas alturas de lo inevitable que algunos se quejan de que ganó un «México ignorante», mientras escriben con pésima ortografía, o que ganó un «México huevón», cuando están muy lejos de aventarse las condiciones y horarios de un jornalero, un albañil o un obrero, quienes trabajan más que todos nosotros, pero ganan mucho menos y, si les preguntamos si quieren un descanso, no lo van a desdeñar. Tampoco de esos que proclaman abiertamente que les duele México, cuando también dicen que les da asco, hablando siempre desde una seguridad que sólo conceden los privilegios. Y me causa gracia porque detrás de estas expresiones hay una presencia atroz de clasismo y falta de empatía. Parecieran no soportar que ganaran los de abajo, los eternos perdedores, pero, ¿acaso esperaban otra cosa, cuando las juventudes ilustradas amanecen con la noticia de que uno de los suyos fue torturado, ejecutado y aniquilado sólo por querer hacer una película en un lugar que supuestamente alguna vez perteneció a un narco? ¿O cuando un trabajador modelo se ve separado de lo que quiere y de los que quiere porque al patrón se le ocurrió modificar el contrato en nombre de una supuesta eficiencia que nadie sabe medir? ¿O qué hay del que ha estudiado toda su vida, o que trabaja todo el día, pero gana mucho menos de lo que debe? De verdad, ¿pensaron que esa mayoría podía seguir sin pasar de la queja a una acción que, agradezcamos, no fue armada?
Sí, ganó el Peje. Sí, tal vez vienen tiempos oscuros. Y sí, comprendo a quienes temen al PES (que, por cierto, perdió su registro) y al fundamentalismo evangélico y a la actitud sumamente tibia de López Obrador sobre los derechos humanos de las minorías, así como su más que notoria falta de un auténtico plan de gobierno. Pero es tiempo de encontrar un camino que permita la seguridad, la equidad y la justicia para todos, con, sin y a pesar de las élites y el Estado.
Alberto Luquín Alcalá. Sin tiempo para escribir, pero aún puede leer.