SOFTNEWS

La carcajada de Tersites…el cerco de los dientes

 

By: Ángel F. Acosta Alonso

ANGEL

Es inmensa desventura no tener bastante talento para
saber hablar ni suficiente discreción para saber callar.
He aquí el principio de toda impertinencia.
La Bruyere

Decía Ricardo Garibay de Lope de Vega que: “… sin salir de su regalo diario de Madrid, la hacia de buitre con los soldados de Flandes: los embriagaba y los banqueteaba para que le contaran sus andanzas: robos, crímenes, peleas, estupros y dolores, con lo que Lope, incapaz de vivirlos, escribía lo que lo hace vivo hasta la fecha.”

En estos tiempos que corren no habría sido necesario que Lope se gastase sus buenos duros, convidando bebidas y refrigerios a los soldados de los tercios, para que le contaran su vida, pues le habría bastado con entrar a las redes sociales, subirse a una combi, tomarse un café…, o sentarse en alguna banca de las plazas de Morelia, para enterarse de las bajezas de la gente; no sólo porque a bastantes personas les gusta platicar sus intimides en los sitios públicos, también, porque un buen número de ellas busca confidentes entre los desconocidos. Tal vez, piensan que es más reconfortante y menos peligroso contarle sus cuitas a un desconocido que a un pariente o amigo, suponen que al desconocido no lo volverán a ver y que de esta manera sus confidencias estarán a salvo. Muchas veces se equivocan porque –es muy cierto que- “tarde o temprano todo se sabe”, sobre todo en los ranchos, los pueblos o las ciudades pequeñas; donde las indiscreciones suelen tener graves consecuencias –ya que pueden convertir la vida de alguien, en un pequeño infierno provinciano-, pues el chismorreo es inevitable y la mayoría de la gente se conoce entre sí, al menos de vista.

Así, que si no queremos que nuestros secretos salgan a la luz, debemos evitar contárselos a los demás e incluso al viento, debemos ser conscientes de que hay cosas muy íntimas que nadie más que nosotros debe saber, que hay un mundo privado y uno público, y lo mejor que podemos hacer es no mezclarlos. No olvidemos que “un secreto entre dos, ya no es secreto”. Para ilustrar mejor lo anterior transcribiré un pequeño cuento de Edmundo Domínguez Aragonés, que nos puede dejar una buena enseñanza:

Culpable

Un hombre había cometido un crimen sangriento. En el fondo de su ser no existían los datos que en el exterior, a decir de Lombroso, revelan al criminal y, a pesar de no ser un asesino, en un momento en que las circunstancias se lo exigieron, había matado a otro hombre. Acongojado por la culpa, sin tener a la mano un confesor, ni siquiera un espejo, y ante el temor de delatarse durante el sueño, salió al campo, hizo un hoyo, de una anchura tal en la que sólo su boca cupiera y ahí, de hinojos, con un gran grito que le salió quién sabe de dónde, confesó a la tierra su crimen. Descargado su yerro, volvió al hogar. Iba contento y el aire le acariciaba el pelo, ensortijándolo; pero ese mismo aire le llevó una voz, que él creyó reconocer como la suya. Una voz que relataba su delito. Cuando descubrió que el hoyanco que había horadado tenía otra salida –“quizá coincidió con el túnel de un topo”- el hacha del verdugo cercenaba su cuello.

Siempre han existido personas impertinentes e impúdicas, que no tienen el menor reparo en contar a todo el mundo sus liviandades. Hace más de dos mil años el filósofo griego Teofrasto, ya había descrito y censurado a esas gentes y su comportamiento en la obra Caracteres, donde dice de ellos: “La tonta manía de hablar viene de la costumbre contraída de hablar mucho y sin reflexionar”. Así pues, los desvergonzados –los que hablan por hablar- no son un mal exclusivo de nuestros tiempos, mas no podemos negar que su número ha aumentado de manera alarmante en los últimos años; es muy probable que este aumento se deba a que vivimos una época de gran relajación moral, donde abundan las familias disfuncionales, la mala educación (formal e informal), los contenidos obscenos y estúpidos en los medios de comunicación, el uso excesivo e irresponsable de la internet, etc., pero sobre todo porque -como me dijo un gran amigo- “la mayoría de las personas no pueden estar solas ni en silencio, necesitan hablar y -como no leen ni se cultivan- de lo único que hablan es de ellas mismas”. Tanto hablan de sus vidas que terminan revelando sus secretos más oscuros, de lo que luego se arrepienten. Al menos eso les ha sucedido a varios de mis conocidos, que después de haber cometido muchas indiscreciones se quejan amargamente de lo que han contado, y todos terminan diciendo más o menos lo mismo: “para qué les conté”.

Creo que entre las principales causas de la impudicia destacan: aliviar el alma del peso de los pecados, la búsqueda de aceptación, la presunción o simplemente la estupidez. La gente –principalmente los católicos- piensan que cuando hacen algo malo deben expiar sus culpas por medio de la confesión, sin embargo, no les basta confesarse con un sacerdote y que éste les perdone sus faltas, tampoco pagarle a un psicólogo para que los escuche, sino que además tienen uno o varios confidentes laicos, a quienes abruman con sus revelaciones. Muchas veces el impúdico quiere ser aceptado en cierto grupo o ambiente, entonces cuenta su tragedia o sus intimidades buscando provocar empatía o lástima en quienes pertenecen a dicho círculo; en pocas palabras el desvergonzado “muestra la yaga” para que lo toleren. Un buen porcentaje de los impúdicos presumen su sordidez porque les causa un gran placer convertirse en el centro de atención. Muchos de estos personajes no se dan cuenta de sus imprudencias –sino hasta que ya es demasiado tarde- debido a que padecen algún tipo de oligofrenia.

En muchas culturas de la antigüedad se buscaba educar a los niños en el respeto, la discreción y la mesura; pues los antiguos estaban convencidos que de esta manera se mantenían a raya los excesos y los vicios (hybris), además porque así se aseguraban de forjar mejores ciudadanos que serían útiles a la sociedad. Por ejemplo, cuenta Homero en La Ilíada y La Odisea que entre los antiguos griegos se tenía en gran estima a aquellos oradores -como Odiseo y Néstor- que sabían arengar a quienes los escuchaban, porque además de dominar la palabra y ser muy astutos, eran respetuosos y prudentes; asimismo, en estas dos obras los personajes repiten constantemente: “¡que no escape del cerco de tus dientes!”, frase o fórmula, que servía para evitar las indiscreciones o los insultos. En la cultura náhutl había unos discursos moral-educativos llamados huehuehtlahtolli, o pláticas de los ancianos, por medio de los cuales se les enseñaba a los niños y los jóvenes la mejor manera de vivir, donde se hacía gran hincapié en el respeto y la discreción:

Y no en algún lugar hables sin consideración, no le ganes la palabra a las personas, no le cortarás así la palabra, no desatinarás a la gente, no le harás olvidar las buenas palabras, con las que conversa. Y si no dicen la verdad, examinarás bien si enmiendas a aquellos ancianos que estén hablando. Si no es tu momento de hablar, tú no hablarás, no dirás nada, sólo callarás. Y si también es tu ocasión de hablar o de que seas interrogado, sólo así hablarás con rectitud, ninguna falsedad dirás, de nadie murmurarás. Harás tu palabra muy prudente para responder, no como tonto, tampoco como un soberbio. Al hablar, al responder, que sólo caiga con nobleza tu palabra, así serás honrado.

Cada vez hay menos personas que procuran llevar una vida honesta y conservar una buena reputación, cada día es más frecuente encontrarnos con cínicos que presumen –con mucho orgullo- sus inmundicias, que hacen alarde de su inmoralidad, que cuentan detalle a detalle (sin sonrojarse) su vida sexual… Estoy de acuerdo en que cada quien es libre de pensar, decir o hacer lo que se le venga en gana, siempre y cuando se respeten las leyes y las convenciones sociales para que no se afecte a terceros. Entiendo que vivimos en un país soberano donde existe la libertad de expresión, y que por lo tanto todos tenemos derecho a expresarnos; pero esto no quiere decir que tengamos la obligación de hacerlo, ni mucho menos la autorización de decir cuanta tontería se nos pueda ocurrir. La libertad de expresión más que un derecho debería ser un privilegio para todos aquellos que, de veras, se saben expresar y tienen algo bueno que decir.

Cuando voy al café a leer o a tratar de escribir me resulta muy desagradable tener que escuchar las indecencias que cuentan los clientes que están cerca de mí, aunque también es cierto que con el tiempo esas impudicias se convierten en motivos de reflexión, en temas para cuentos y ensayos, o simplemente en anécdotas jocosas. Pero mientras el tiempo y la memoria hacen su trabajo, tengo que lidiar con el asco que me provoca la sucia verborrea de los comensales desvergonzados, a tal grado que muchas veces he tenido que cambiarme de lugar para no oír tantas necedades, e incluso –muy a pesar mío- asisto con menos frecuencia a los cafés. Quién fuera Lope de Vega para transformar las confesiones más sórdidas en literatura de la mejor especie.

Morelia, Mich., jueves 16 de mayo de 2013.

Botón volver arriba