Apología de la muerte/ by @Oswaldisimo
Por: Oswaldo Calderón
Paradójicamente “la gran aventura de la vida”, es seguir con vida. Pareciera que las necesidades del mundo moderno se conjuran para obtener ese precioso elixir llamado progreso, y esta idea manipulada nos ofrece una virtual sensación de que la vida es finalmente nuestro bien más preciado. La vida es para muchos un afortunado accidente, un hecho eventual, un evento fortuito que está más emparentado con la casualidad y el deseo que con la programación del mismo.
Nada nos puede asegurar que un óvulo fértil sea fecundado por un espermatozoide valiente; claro que se pueden intentar las veces suficientes para que este acto de religiosa procreación dé como resultado una nueva vida, o intentar hasta el hartazgo y simplemente no conseguir nada. Visto de esta forma, la vida es simplemente una posibilidad que se vuelve real hasta el momento del nacimiento y no de la concepción. Lo que resulta verdaderamente existente, es que una vez vivos, sigamos con vida cuando las posibilidades están en nuestra contra. Pasamos toda una vida tratando de evitar aquellos factores que puedan poner en riesgo ese maravilloso “milagro” al que llamamos “vida”. Pareciera que la vertiginosa idea del progreso y la modernidad están diseñadas para poner a cada paso nuestra vida en peligro. No hay mucha diferencia entre ser comido por un tigre dientes de sable o ser atropellado por un transporte público, tampoco la hay entre ser cazado por una tribu vecina o ser muerto en un asalto, eso sin dejar de lado a las enfermedades, el cambio climático, la mala alimentación, el estrés y un sinfín de factores. Tan terrible como parezca, vivir mata. Nacimos para morir.
Dejando de lado este evento fortuito al que llamamos vida, podemos encontrar un hecho real e irrefutable llamado muerte. Lo único seguro en esta vida es que vamos a morir, tarde o temprano, más tarde o más temprano, mejor tarde que temprano para algunos, los más optimistas; más temprano que tarde, los más pesimistas, pero siempre tiempo, sin demoras, ni tardanzas, siempre justo en el momento en que tiene que ser. Así como no sabemos que algún día por azares del destino hemos de tener vida, tampoco conocemos cuando llegaremos al Hades. Sin embargo, podemos programar nuestra muerte como ese evento único al que hemos estado destinados desde que nacimos. El suicidio es un tabú aún en nuestros días contaminados de modernidad y tecnología; la misma palabra contiene un destino prohibido, ético, moral y religiosamente culpígeno. ¿Cuánto nos hemos empeñado en tener un seguro de vida que esperamos ansiosamente no tener que usarlo? Nos aferramos a la esperanzadora idea de la vida eterna.
En esta loca aventura la única constante se llama incertidumbre, la vida es incertidumbre y la incertidumbre es vida; profetizamos y tratamos de conjurar para que todos los factores contribuyan a formarnos en aquello que creemos, debemos ser. Algunos en esta vida quieren ser médicos o abogados o no ser profesionistas, artistas, positivistas, creadores o simplemente dejarse llevar, otros tantos ponen sus talentos para no ser nada, ¿se puede ser nada? Y todo lo anterior sólo es incertidumbre; la única certeza es la muerte, sin importar lo mucho que proyectemos o programemos un futuro inexistente. Si tuviéramos la certeza de que hay vida después de la muerte, una vida mejor, donde existen manantiales de leche y miel, donde hay justicia, donde no hay sufrimiento, tampoco dolor, ni pobreza, ni temor; si en verdad tuviéramos esa certeza, simplemente buscaríamos la muerte, sin preguntas, ni retórica. Pero como todo lo anterior sólo es una ilusión, esperanzadora sí, pero una ilusión, volvemos a la única realidad, la muerte.
Todavía no conozco a nadie que haya muerto de muerte natural, naturalmente está muerto; cuando este evento llega, se escuchan el rechinar de dientes y se rasgan las vestiduras, el mundo acaba, el tiempo se detiene, la ausencia se hace constante, nuestra visión es diferente; la sorpresa que debería ser una certeza se convierte en una eventualidad, paradójicamente llega la muerte y ese sentimiento de eternidad nos pone los pies sobre la tierra, somos terrenales, todos tenemos fecha de caducidad, nadie está exento, no hay forma de evitar el cáliz, nadie vendrá en nuestra plegaria. Los dioses están muertos. Sí está fortuita ocasión a la que llamamos vida, es la única temporal oportunidad de ser, estar y sentir; haríamos bien en aprovechar estos segundos universales sin limitaciones ni prejuicios.
El pensamiento moderno privilegia la vida, la proclama como un derecho, nos ancla a la incertidumbre terrenal y promulga en muchas ocasiones sus pormenores divinos. Sí acaso existiera vida, la verdadera vida después de la muerte, ¿por qué resulta tan traumante este evento? Y si no existiera nada después de la vida, ¿por qué no programar nuestra muerte como el evento más importante de la vida misma? Tomar la decisión valientemente y libre en morir, en muchos casos, nos eximiría de las secuelas y efectos secundarios que preceden a la llegada de la muerte. Deberíamos empezar a tomar más en serio la tanatología y la eutanasia, morir es cosa seria, porque sólo se muere una vez. En este evento único no hay brecha para los errores, nada se puede dejar al azar, la eventualidad queda excluida, nada hay para la suerte. Algunos podrían pensar que el programar nuestra muerte puede ser morboso; sin embargo, en un profundo ejercicio de introspección podría ser beneficioso.
Al programar nuestra muerte podemos obtener grandes favores para los demás. Evitaríamos los grandes pleitos legales testamentarios, las enormes colas para cobrar los seguros, los engorrosos trámites de último momento para funerarias, panteones o crematorios; preparar a los familiares en cómodas sesiones psicológicas para evitar el trauma, tendríamos una enorme oportunidad en despedirnos de todos, prepararíamos un funeral digno sin colados a la fiesta. En definitiva, con el suicidio evitaríamos los estragos de alguna enfermedad crónica y llegaríamos dignamente al final, conscientemente escogido, de nuestros días. Naturalmente que vamos a morir, ¿Por qué no escoger el día, el mes, el año y hasta la hora de este particular evento? Por supuesto que evitaría morir en algún día donde se festeje algo, como el día de la bandera o el día de la Independencia, tampoco en Navidad, pero sería sorprendentemente bueno, por ejemplo el mismo día en que nacimos; evitar algún día con marchas en la ciudad, con plantones, con demasiado calor, en fin de semana, en puente, en algún aniversario, el día de la Madre queda descartado, el día del papá también, pero podría ser un 29 de febrero como muestra de nuestro buen sentido del humor. ¿Cómo es que no puedo decidir legalmente cuando morir? Debería.
Este espacio pensaba dedicarlo a la poesía y la narrativa de todos aquellos escritores que conscientemente decidieron terminar con su vida; sin embargo, uno empieza a escribir y jamás sabe por dónde la pluma nos llevará. En un futuro tengo que retomar mis primeras intenciones, claro está, si la muerte, dulce muerte, esperada muerte, deseada muerte, no venga antes y sin aviso, tal y como acostumbra, como una constante, inoportunamente llegar.
Esperando como siempre sus controvertidos puntos de vista, quedo de ustedes por ahora. Dejo mi tuiter @oswaldisimo o mi fesibuc, oswaldovampiro a su disposición.
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