Relatos de noche sin luna: ¡Caray!
Escribe: Héctor Medina
La Revolución había llegado al pueblo donde por años viví tan agusto. Era un pueblo pequeño pero lleno de gente trabajadora, gente honesta, gente leal, que nunca buscaba problemas; es más, yo diría que pecaban de buenos.
No sabíamos ni cuándo ni cómo, pero había muchos pelaos galopando campo abajo. Algunos de ellos involucrados para el bien y otros tantos para mal; así decía mi apá. Lo que era seguro es que todos ellos querían algo que estaba escondido por ahí cerca del pueblo, no sabíamos qué era: si los minerales para hacer las balas que necesitaban, o las mujeres para satisfacer esa lujuria maldita que los traía como perros. Otros nomás las querían pa’ desaburrirse de aquella rutina de matar por matar.
De cualquier modo, llegaron muy cabroncitos, envalentonados por aquellas armas de fuego que “traiban” en su cintura, avalados por el apellido de un capitán español. Disparando a diestra y siniestra sobre las casas o a lo que se moviera iban gastando las balas, y mi pueblo iba perdiéndose poco a poco. Los que pudimos salimos en friega y nos escondimos allá arriba en el cerro, en el más alto, en el que era más difícil de escalar. Oíamos ya desde arriba las balaceras y veíamos los polvaderones que se levantaban en la lucha; qué tristeza ver como se derrumbaban los sueños de muchos.
Pasaron los días y de algún modo teníamos que bajar por comida. Los tatas nos pidieron a los más jóvenes aventurarnos y bajar pa’ ver que podíamos conseguir. Los que aún teníamos a nuestra mamacita fuimos con ellas pa’ pedirles su bendición. “Dios te libre y te guarde del mal enemigo, de alguna mala enfermedad incurable y te dé licencia de llegar con bien” … qué difícil era despedirse al verlas llorando, se le hacía a uno un nudo en la panza.
Era terrible bajar. A punto estuvieron de cacharnos, pero logramos llevar algo de alimento al final. Pero fue muy poco lo conseguido, tuvimos que bajar después un par de días; no nos alcanzaba tan poca agua y comida.
En una de “entantas” veces que bajé me encontré con dos personas sentadas bajo la sombra de unos nopales. No parecían del rumbo y me dio mucho miedo, pero a señas insistieron en que me acercara y no tuve otro remedio que ganar pa’ donde estaban ellos echados. Me dijeron con una voz muy gruesa que tenía que inclinarme para uno de dos lados: Estar con los Federales o estar con los que luchaban por La Libertad y La Tierra. ¡Ah canijo! ¿Y quiénes son sus mercedes pa’ pedirme decisiones? Admito que levante un poco la voz al responderles, pero en ese momento salió al quite un ancianito. Parecía un Nahual, de esos que andan por ahí viviendo de la naturaleza y de una que otra “caridá” que le da la gente.
– Se ve qué no sabes pa’ donde jalar, tas peor que un buey sin yunta muchachito, mas no te preocupes que confío en sabrás escoger tu camino por más difícil que parezca. De cualquier modo, te voy a dar un regalito, tómalo y guárdalo junto a tu pecho, ahí debajo de tu camisa de manta, cuídalo y léelo hasta el día en que sientas que es momento de hacerlo -. Había escrito un par de líneas en un papelito y lo dobló de tal forma que ni el viento pudo desnudar su contenido, condenado viejillo se le veía la experiencia a leguas. Me despedí y continue aprisa pa’rriba. ¡Caray! pa’ gente que se encuentra uno en el camino.
Anduve unos minutos, el sol empezaba a quemarme más fuerte las patas y ya me andaba de sed, por lo cual me desvié pa’ sacar agua de un cactus que vi a lo lejos. Me puse los más cerquita que pude y empecé cortar las puntas y bebi con harta enjundia hasta saciar la sequedad de mi boca.
No sé qué me paso, pues al satisfacer mi sed me quedé profundamente dormido, desperté al escuchar un reburdeo bien cerquita mío. Era un toro gigante, ¡Caray! ya los había visto antes cuando Don Fermín los arreaba al campo, pero uno como este nunca, ¡Virgen Bendita! Su pelaje era negro como la peor de las cuevas y sus ojos más rojos que la sangre. ¿Qué se le va a hacer si no me deja pasar? Aprete mis dientes tragando difícilmente mi saliva, me temblaba hasta el gaznate.
Aquel animal endemoniado, me miraba retador mientras con sus patas me desafiaba a un duelo. Pa´ pronto se me dejó ir, yo como pude lo agarré de entre los cuernos y lo sometí quién sabe Dios cómo, pero ahí estaba el animal retorciéndose y yo ni en cuenta que me podía morir de una sola embestida bien dada. Así estuvimos batallando como dos horas, hasta que el cansancio y desesperación se hicieron de mi rival. Se rindió y al verse vencido jaló todo el aire que puedo en sus pulmones y lanzó un fuerte y doloroso berrido, quizás le avisaba a alguien por ahí escondido que estaba en espera de su muerte. Pero no, no me dieron ganas de matarlo, pude retorcerle la cabeza hasta dejarle los ojos viendo pa’tras, pero en cambio tuve compasión y lo dejé ir. Justo en eso desperté, ¡Caray! a pa’ sueñitos tiene uno, no vuelvo a tomar de esa chingadera por mas sed que tenga. Será mejor que me apresure pa’ llegar con mi jefecita chula que debe estar requeté apurada y con el Jesús en la boca.
Poco a poco el enemigo iba subiendo por entre las piedras, la gente se puso a rezar del puro miedo y decidimos movernos pal otro lado del cerro, al menos ganaríamos tiempo o les daría flojera seguirnos. – Yo pongo mi carreta improvisada – dijo uno y subimos a cuantos cupieron y ni modo a los más fuertes nos tocó jalarla con el montón arriba.
Ya íbamos para allá buscando alejarnos lo más rápido posible y confundir a nuestros perseguidores, pero esos tipos eran buenos, tenían soldados rastreadores quesque muy chingones y pa’ pronto, aunque nos escondimos en unas ruinas nuestras huellas nos delataron. Eran tiempos difíciles no cabía duda. Como quiera había llegado la hora de enfrentarlos y sacar las armas que traíamos entre el montón de garras que servían para vestirnos. No íbamos a dejar que se llevaran a “naiden”, o salíamos vivitos y coleando o nos iba a llevar la huesuda a todos, pero jamás seríamos esclavos de otros ideales.
Como pudimos le pusimos las balas a aquellas pistolas y se las dimos a los puros hombres. Nos escondimos tras algunos pedazos de paredes que se resistían a caer a pesar del tiempo. – Cúbranse y disparen, no dejen vivo a ningún cabrón- les dije.
El enemigo ya estaba frente a nosotros, el teniente de aquel bando nos gritó burlonamente: – Ríndanse les vamos a perdonar la vida, no les va a pasar nada si obedecen -.
– Como si fuera cierto, ¡son unos putos maricones de mierda! – les conteste a lo lejos. El fuego abierto empezó y poco a poco se sintió a lo lejos la lluvia de plomazos que caían y el montón de lamentos empezó a sonar por doquier. Yo seguía disparando y mentándole la madre a cuanto se me atravesaba por el camino. Por poco me vuela una oreja un hijo de la chingada, pero fui más rápido que él. ¡Caray! – qué re poquito dura la vida – dije a la par que soltaba una carcajada nerviosa.
Así estábamos en medio de aquella batalla cuando de pronto una bala le dio en el pecho a Toñito – Pinche Toñito me caías tan bien, ahora tas ahí tirado, ensangrentado, bien muerto chamaco – fue lo único que pude decir, pues tenía la garganta apretada y los ojos bañados en lágrimas.
Más tardé yo en reaccionar que en lo que Lupita, su hermana mayor, tomó un arma del suelo para después salir corriendo, gritándole al desgraciado aquél – Vas a morirte cabrón te lo juro por mi hermano -. El fulano aquel solo se río, – Como si pudieras atinarme pinche india mugrosa – y antes de terminar con lo que iba a decir el corazón le explotó por la bala que le había acertado Lupita, quien a su vez caía con el estómago destrozado por tres o cuatro balas rivales, no me pude contener y chillé con todita mi alma. – Toñito tú muerte está vengada, tú hermana es una valiente, espérenme los dos que nos hemos de encontrar arriba, pero antes tengo que terminar con esto -.
La balacera siguió quien sabe cuántas pinches horas más. ¡Caray!, nos quedamos sin balas ¿Y ahora qué chingados vamos a hacer? Dicen que matando a la cabeza se desploma el cuerpo. ¿Pero cómo le vamos a hacer? ya no tenemos ni una pinta bala ¡Caray! Señor ¿Qué vamos a hacer mi Diosito Santo? dame una señal o al menos o haz de una buena vez que me caiga un rayo pa’ morirme al menos. Fue entonces que un sapo se me paro a medio huarache, – Cabrón hijo de los mil demonios, quítate a la chingada, este no es momento pa’ estar jugando -. Pero el sapo insistía, como si quisiera que fuera tras de él. – Chinga´o ¿Qué hace un pinche sapo aquí en estos momentos?, tan árida que se ve la situación y él tan tranquilo, cosas de la vida, a lo mejor ya estoy alucinando, quizá uno ve cosas ridículas antes de morir, pero bueno, voy a seguirlo qué más da -.
Avancé como pude unos 50 metros hasta que se quedó saltando en un solo lugar. Por instinto natural empecé a escarbar con las puras manos. No tarde mucho en encontrar una caja pequeñita de madera, ¡Caray! ¿Quién la habrá puesto aquí? seguramente algún otro defensor del bien, ja ja, ¡Sea por Dios pues! Al abrir la caja me encontré con justo seis balas plateadas, seis desgraciados tiros para volarle la cabeza, para sacarle los sesos a ese cabrón que tanto daño había hecho a mi gente.
Me regresé empedernido, jadeante, pero seguro de mí. – Ahora sí te llegó tu hora, ya te cargó la calaca pendejo – gritaba mientras gastaba la munición, haciendo caer uno a uno a los pelados que se me atravesaban.
Solo me quedaba una bala, y ya estaba enfrente de él. – ¡Almanza! ahora nomás estamos tú y yo, ¿Qué vas a hacer? ¿Le vas a jalar o te hiela el frio de tus pantalones miados puerco?
– ¡A mí no se me enfría nada, solo se me calienta el buche al verte, se me hace que se te acabó la suerte y aquí te vas a morir! –.
– Pues nos hemos de morir y ninguno va a fallar, se me hace que a los dos la chingada nos va a llevar, para jalarle es tarde, así que dele no le saque –
Fue cuando nuestras balas se cruzaron; él cayó primero, yo me aguanté por puro ego, me apreté la panza nomás pa´parar la sangre. Sonreí satisfecho por el puro gusto de verlo ahí tirado, revolcándose en el suelo, suplicando por su vida. – Así mueren los cobardes aplastados por sus pecados, espero que Dios te perdone porqué yo ni en mil años -.
Qué bonito se siente morir sabiéndose victorioso, creo que hasta puedo oír cantar a los angelitos, ni modo, ya fui. Pero igual la vida arriba o abajo ha de seguir, ¿Quién fuera aquel que me vio triunfar? ojalá me hiciera algo, una canción o un corrido, ya de menos que mi nombre se escriba en piedra. Que ingenuo soy, más parecen los sueños de un chamaco que murió luchando por aquello que quería. Diosito: ¡Gracias por permitirme echarme a ese hijo de puta!
Fue entonces que recordé que junto a mi pecho llevaba el papel que aquel Nahual me dio. y poquito a poco lo fui abriendo; el momento había llegado. Yo pensaba que sería algún sabio consejo, de esos que se gastan los viejos. Pero no, solo eran pedazos de mi canción favorita, esa canción que escuché un día de más joven, que me hizo recordar aquellas trenzas largas y negras, y esos ojos pispiretos que en tantas cosas me hicieron creer.
¡Caray!, hace mucho que no te recordaba, pero no te preocupes mi cielo ya voy para allá arriba, mi hora ha llegado, y de no ser así prometo cantarte desde abajo como si fuera serenata mi chula, te lo prometo por este cuerpo que se han de comer los gusanos, y al decir esto dos colibrís volaron dejándome ahí tirado.
*Héctor Manuel Medina es músico, escritor, cantautor y un enamorado empedernido de la luna