Relatos de noche sin luna: Plenilunio
Escribe: Héctor Medina
El holocausto parecía haber terminado. Las constantes guerras habían dejado las ciudades destruidas y a muy pocos habitantes, quienes entre los escombros buscaban alimentos y un breve refugio que les permitiera descansar del sufrimiento que cargaban sobre sus espaldas. La mayoría de las veces no tenían éxito en su encomienda por lo cual una nueva era de emigración se hacía presente en la tierra después de miles de años.
Niños y ancianos se unían llenos de esperanzas a los grupos, ya fuera arrastrados en camillas o llevados en hombros como si fueran parte de un rebaño, esto con fines de que no retrasaran el andar hacia nuevas tierras. Por lo general las marchas se conformaban en colectivos de no más de cien personas que caminaban en un mismo sentido deseando de vez en cuando que la tierra fuera plana para en algún momento caer al vacío y terminar de una buena vez con aquel suplicio.
Después de varios meses de peregrinaje los grupos convergieron en un bosque abundante en vegetación, dónde los insectos se convirtieron principalmente en la fuente de alimentación, los tallos de algunas plantas les brindaban un tanto de hidratación y medicina más no era suficiente para tal cantidad de personas.
Pasaban los días y en cada uno de ellos más gente arribaba al lugar. El verde paisaje comenzaba a pintar árido, sin vida. Los líderes de los diferentes grupos se reunieron para acordar las acciones a tomar, decidiendo marchar en grupos, cada uno en diferente dirección a fin de no agotar los recursos de los lugares por los que fueran pasando. Sortearon con piedras y huesos el rumbo a seguir en un rito ancestral donde ponían sus vidas en las manos de Los Elementales. Todo había sido dictado y el acuerdo fue plasmado en grandes pedazos de tela blanca, el cual fue firmado con sangre por cada uno de los lideres; el viaje comenzaría pasado el plenilunio.
Esa misma noche de la nada, grandes Nimbostratos se formaron sobre aquel manto estelar y gruesas gotas comenzaron a caer sobre los huéspedes recién llegados, los cuales tuvieron que buscar refugios improvisados para lograr pasar la noche con el menor frío posible.
La humedad que provocó aquel torrente afecto severamente a los más débiles produciéndoles enfermedades respiratorias lo que llevó a un contagio de quienes compartían techo con ellos; tal situación retrasaría inevitablemente la partida de aquellos lares.
Buscaron entonces plantas, raíces y tallos que pudieran ofrecer alivio a los enfermos. Y fue así que encontraron un tipo de hongo, uno del cuál no se tenía conocimiento alguno, pero que al observar que un ave lo ingería supusieron que no representaba peligro para ellos tampoco. Cuidadosamente realizaron una infusión con aquella agua que había caído del cielo y lo ofrecieron a los convalecientes quienes al consumirlo presentaron un alivio casi inmediato. En pocas horas aquellos escuálidos cuerpos presentaban grandes brotes de juventud y vigor, lo cual despertó el celo de los más fuertes, quienes pedantemente arrebataron el elixir a quienes fungían de enfermeros.
Paso una noche más todos dormían tranquilos pues los pacientes mostraban una mejoría increíble y pronto podrían reanudarse los planes. Nadie se imaginaria que bajo el claro de la luna se escucharían gritos lastimosos pidiendo auxilio al unísono del viento, que en ese momento soplo tan fuerte que extinguió todo rastro de aquel fuego que iluminaba al campamento.
Los jefes despertaron de inmediato, saliendo a buscar el origen de aquellos turbios gritos que iban en crescendo. Cuál no sería su sorpresa al descubrir a los más ancianos mutilando al resto de sus compañeros, destrozando sus cráneos con enormes rocas, como simios poseídos buscando reafirmar su autoridad, extrayendo como bestias carroñeras las tripas de sus consanguíneos con sus mutilados dientes, arrancándole los ojos a los niños, haciendo huir despavoridas a las mujeres. La adrenalina que invadía aquellos viejos cuerpos los convertía casi en seres invencibles e inmortales.
Era una masacre total hasta que en cierto punto de la noche el silencio volvió a dominar el entorno, solo las esporas de aquel hongo maldito seguían estando presentes en los cadáveres, en los ríos carmín que corrían en dirección al nuevo sol.
*Héctor Manuel Medina es músico, escritor, cantautor y un enamorado empedernido de la luna