En Loco Tidiano… Nostalgias de la memoria. By: Rosío Morelos.
En memoria a Gabriel Morelos Gómez.
En la vida hay dos cosas ciertas,
Son la muerte y el cambio.
Ozomatli.
By: Luz Rosío Morelos
La memoria en nuestros días se ha vuelto un privilegio del que pocos gozan. Ya no hace falta recordar los cumpleaños de la gente, sus números telefónicos o incluso sus domicilios, pues tenemos al alcance de nuestros dedos el tecnológico acordeón que nos “sopla” las respuestas que estamos buscando, y que nos orienta en cualquier parte. Incluso contamos con videos (a prueba de brutos) en donde se explica paso por paso el procedimiento que necesitemos realizar. Eso sí, aunque sea un “elefante blanco” la mayoría de las veces, al menos todavía utilizamos cierta memoria para retener las contraseñas y nombres de usuario de nuestros medios favoritos: Facebook, Twiter, Spotify, correo electrónico, sitio bancario, etc.
Mi abuelo nació en 1917 y aunque falleció hace más de diez años, tengo muy presentes sus expresivos ojos color aceituna y sus variados ademanes que apoyaban bastante bien las historias de su memoria. Decía que en sus tiempos era impensable que algún día venderían el agua. También contaba que en tiempos de Don Porfirio un “cristiano” podía dejar una bolsa con talegas de oro en su caballo y que a su regreso podía encontrar íntegro su tesoro. Creía que una persona podía en efecto morirse de amor y defendía fervientemente la frase “no hay mal que dure cien años, ni pendejo que lo resista”. Una de las anécdotas que contaba a menudo era la de un borracho que iba pasando afuera de una cantina mientras ocurría un temblor. Al circular por el establecimiento en cuestión, le cayeron algunos fragmentos de tejas que se desprendieron del techo debido al movimiento tectónico. El borracho puso pecho a tierra y se apresuró a gritar “no tiren que estoy “caido””, frase que ocasionó risas entre la concurrencia. Se trataba de un hombre viejo, al que le había tocado sobrevivir a la revolución, (razón por la cual había tenido esa exagerada respuesta, pensando que se hallaba agonizante, a mitad de una batalla).
Es una lástima que mi memoria sea tan mala, y que tenga que valerme de la imaginación para rellenar los huecos de esas fabulosas y copiosas historias. Mi abuelo en cambio, cuando las contaba, recordaba hasta los nombres de pila completos de los involucrados, describía además minuciosamente las características fisonómicas de dichas personas y el lugar y hasta año en que transcurrieron los sucesos.
Mi padre nació en 1951 y también goza de buena memoria. Recuerda y describe con mucha nitidez varias anécdotas de su temprana niñez, (incluso tenía presente su perspectiva visual, pues recuerda cómo los adultos le parecían enormes y que incluso veía los pelos de las narices de la gente). En sus tiempos las mochilas de los niños eran unos amarradijos de tela hechos en casa, no existían todavía las bolsas de plástico y había que tener paciencia para muchas cosas (le tocó esperar junto a mi madre nueve largos meses para acabar con la incertidumbre sobre mi sexo y posteriormente el de mis hermanos).
Fue testigo del cambio a las estufas de gas, la proliferación del concreto en las construcciones, la evolución de la radio, los primeros programas de televisión, la comercialización de las televisiones a color y el divorcio como alternativa de vida. La historia no acaba ahí, pero de otros tantos cambios que le ha tocado vivir, también me ha tocado ser testigo.
Aunque nací en 1983, todavía alcancé a crecer en un entorno donde la memoria no era tan prescindible, (aún no había “celulares”, y ni si quiera se contemplaba la inteligencia en los aparatos). Era necesario visitar las bibliotecas o leer los periódicos, cuando menos para hacer las tareas.
No había además tanta desconfianza. Cuando era niña me iba a la primaria caminando acompañada solo de mi hermano menor y me dejaban en las tardes ir a jugar a la calle con los niños de la cuadra sin la supervisión de ningún adulto. Incluso me mandaban sola a la tienda por el kilo de huevo o las tortillas y (aunque era una actividad que predominaba más en los varones) de cuando en cuando me entretenía un rato en las “maquinitas” antes de regresar a casa (casi siempre con las tortillas heladas o al menos un huevo roto y el temor a una fuerte reprimenda por la tardanza y el descuido).
El menú para comer en casa estaba a cargo de mis padres y no podía retirarme de la mesa sin haberme comido todo el brócoli, hígado o lentejas. Los cinturonazos no estaban satanizados, y no existían (al menos yo nunca las vi) las mochilas de “rueditas” (había que cargar todo el altero de libros al lomo diariamente).
Me tocó conocer los primeros videojuegos (el atari), y llegue a jugar con las cajas de acetatos viejas de mis progenitores. Para escuchar la música reciente había que estar cazando en la radio la canción de preferencia y poner a grabar rápidamente el cassette (muchas de las veces la grabación quedaba cortada y otras se regrababa sobre alguna otra canción predilecta por accidente, aunque el mayor drama se suscitaba cuando las canciones se perdían al intentar regresar o adelantar una canción con el lápiz, que luego llegaba a ocasionar que la cinta se trozara).
Cuando llegué a la secundaria me tocaba entregar los trabajos formales a máquina (dicho artefacto pesaba como una piedra y dejaba los dedos adoloridos). Mis padres compraron después una máquina eléctrica muy novedosa, que cayó en decadencia muy rápido porque el uso de las computadoras se extendió con la rapidez de una plaga. Y de ahí vinieron grandes cambios, que siguen sin detenerse y a los que nos sigue tocando adaptarnos.
No puedo negar que los avances tecnológicos son una maravilla y que han facilitado hasta cierto punto varios menesteres de la vida diaria, pero lo triste es que no han servido para forjar una sociedad más civilizada. Quizás a nuestros hijos les toque contar “cuando yo era niño todavía enseñaban a escribir a mano en las escuelas”, “todavía se llegaban a entregar físicamente algunos trabajos escolares”, “no existía todavía la clonación de órganos, “no se podía respaldar electrónicamente la memoria de ningún individuo”. Mejor que eso sería que les tocara decir: “A mis padres les tocó vivir una etapa de barbarismo en la que cuando éramos niños no podían dejarnos salir a la calle solos, por el temor de ya no volvernos a ver; de imaginarnos (en el mejor de los casos) adoptados por otra familia, y en casos menos afortunados, usados para la explotación sexual, tráfico de órganos, o de carnes de cañón para el narcotráfico; afortunadamente esos malos tiempos no son más que fugaces nostalgias en las memorias de nosotros los viejos”.
Luz Rosío Morelos. Egresada de letras, distraída de oficio, afecta a no dar explicaciones.
Contacto: chio.moregu@hotmail.com