Instrucciones para sobrevivir a Guayangareo Los siete… algo
By: Alberto Luquín
Es temprano y un ruido atroz interrumpe mi escaso sueño. Despierto, abro la persiana y el balcón, que con este calor no hay a quien le queden ganas ni de vivir, aunque sí muchos fraccionamientos. Descubro entonces el origen de ese sonido que me ha llevado de vuelta a la realidad: Un jingle ridículo, escrito sobre un fragmento de melodía de una canción de moda pegajosa cuya letra ha sido alterada, seguramente sin pagar los respectivos derechos, para ponderar las inventadas virtudes de algún candidato local.
El jingle en cuestión era de Cocoa Calderón –por cierto, ¿existe mayor muestra del raciclasismo moreliano, siempre tan paternalista, que apodar “Cocoa” a tu hija morena?-, pero no es el único. Día y noche pasan las bicicletas, y seguramente los ciclistas son voluntarios o apenas si reciben el mínimo, sin esperanza de seguridad social alguna; en sus megáfonos resuena siempre, una y otra vez, la misma estructura: Una canción popular, “de esas que le gustan a los chavos”, habrá pensado el publicista, y sobre ella voces destempladas repitiendo una y otra vez el nombre del candidato.
Todos estos mensajes son igual de invasivos, igual de costosos, igual de ineficaces. En un país cercano al desastre, la gente votará por miedo, esperanza, enojo, desquite, promesas o, incluso, hasta por certezas, no por un jingle de pésimo gusto que se quede en el oído durante horas. Los humanos no somos tan racionales como nos gusta presumir, y el voto no tiene por qué escapar a nuestro absurdo. Son gajes de la vida democrática y, todavía más, de la vida en sociedad.
Esta ineptitud para cambiar el sentido del voto no sólo abarca la contaminación auditiva: También son los spots, los espectaculares, los desplegados, los convenios gracias a los que muchos periódicos se mantienen circulando, las visitas de campaña a lugares donde cíclicamente los candidatos prometen el siglo XX en pleno 2018.
En Morelia, alguna vez Valladolid, son siete los que suspiran por la alcaldía: Daniela de los Santos, por el partido que más cola arrastra, el PRI; Raúl Morón, por Morena, alguna vez perredista y uno de los responsables del desastre educativo del estado; Carlos Quintana, del que poco se sabe, por la encarnación local del sinsentido ideológico que es el Frente por México; otros dos desconocidos, César Santoyo y Constantino Ortiz, por Nueva Alianza y el Verde, respectivamente, comparsas históricas del partido en el poder que en esta ocasión han decidido marchar a su propio aire. Alfonso Martínez, quien pese a haber tenido la buena idea de desincentivar el uso del automóvil nunca logró ir más allá del fallido intento de convertir al Centro Histórico en una boutique, también compite, apoyando su supuesta independencia en rancios apellidos guayangaritas y sus empresas, que han terminado por aislarse en cierto sector de la ciudad y no acaban de entender lo que es Morelia y lo que los morelianos necesitan. El último, buen ejemplo de las virtudes de la desvergüenza, va por el partido del fanatismo evangélico, Encuentro Social: Fausto Vallejo Figueroa, quien posee el mérito de haber sido cuatro veces alcalde y, como gobernador, no haber gobernado un solo día, entregándonos a cambio el solaz de estas ruinas que vemos y disfrutamos.
Siete, y de todos no se hace uno. Sin propuestas fijas, sólo promesas (“compromisos”, dice ahora la prensa) y lugares comunes en cascada. La ciudad se cae, se pauperiza, faltan empleos, productividad, insfraestructura, claridad y hasta árboles. Mediante la gentrificación, muchos huyen al suburbio, ya a los parásitos urbanos de la Nueva Morelia o al infierno suburbano que crece dentro y en torno del fraccionamiento más grande del mundo, como si tenerlo fuera motivo de orgullo.
Cierro la ventana y la persiana. Prefiero el calor infernal a los jingles, al ruido. Mi voto está por definir, pero hay voluntad de votar. Y también hay cansancio.
Alberto Luquín Alcalá.
Lee mucho, escribe poco. Sólo a veces.