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El campo de la noche triste// By @indiehalda

Oscar vive con su esposa, su biblioteca musical, su perro y su gato en el sur de la ciudad más guapachosa del hemisferio occidental.  Una extraña mezcla de hipster, Godinez, otaku y cargador de central de abastos, Oscar opina de casi todo, regularmente sólo para quejarse. A Oscar le gusta el post-rock, Haruki Murakami, los atardeceres, el Boing de tamarindo y -para su desgracia- todo lo que engorda, alcoholiza o es socialmente reprobable. Pero hey, se la pasa bastante bien. Su columna habla del acontecer económico, político, social y cultural del DF visto por un moreliano de corazón.
Oscar vive con su esposa, su biblioteca musical, su perro y su gato en el sur de la ciudad más guapachosa del hemisferio occidental. Una extraña mezcla de hipster, Godinez, otaku y cargador de central de abastos, Oscar opina de casi todo, regularmente sólo para quejarse.
A Oscar le gusta el post-rock, Haruki Murakami, los atardeceres, el Boing de tamarindo y -para su desgracia- todo lo que engorda, alcoholiza o es socialmente reprobable. Pero hey, se la pasa bastante bien. Su columna habla del acontecer económico, político, social y cultural del DF visto por un moreliano de corazón.

Por Oscar Hernández

Siempre me he sentido atraído por aquellas personas que tienen un aspecto de su vida que les apasiona. Siempre he creído que para que las cosas tengan sentido, todos debemos tener algo “sagrado” en la vida: un dios, una familia, la pareja, un buen trabajo… y también  -por qué no- un equipo.

Hace unos años me hice una promesa: acudir por lo menos a un juego de Monarcas Morelia cada temporada, a gritar, cantar, beberme un par de cervezas exorbitantemente caras y llenarme de ese formidable sentido de comunidad que se genera al cantar al unísono portando los colores del equipo al que uno quiere. El último año la promesa se ha mantenido, aun cuando los resultados no se han dado y tienen al equipo de la ciudad de la cantera rosada en su peor crisis de las últimas 3 décadas.

El último capítulo de este drama panbolero se dio este primer viernes de este abril, e incluyó todos los ingredientes para convertirse en un parteaguas entre la crisis que se vive y la peor que se avecina: una nueva derrota en casa, un equipo que cada juego evidencia más y más su frustración e incompetencia, una afición harta y una directiva distante y misteriosa, que poco o ningún consuelo brinda a una afición pequeña en número, grande en sentimiento.

Viernes santo. Una fecha significativa para la grey católica, una nueva esperanza para los seguidores de los roji-amarillos que acudimos –con más fe que certidumbre- en peregrinación al coloso del Quinceo. El gesto noble pero tardío de permitir la entrada gratis a los niños nos regaló una asistencia decente para un encuentro de equipos sotaneros que buscaban no el queso sino salir de la ratonera.

Una procesión de playeras nuevas y antiguas del equipo desfilaba entre los paseos de concreto, expectantes de ver a un equipo que con un director técnico de casa no ha mejorado en resultados pero sí en juego y entrega. Los comentarios siempre a favor del Sr. Hernández con esa frase que a base de mantra busca explicar los pésimos resultados: “se hace lo que se puede”

Comienza el juego. Y antes de concentrarme en los 22 que persiguen el balón me regodeo la vista con la bonita postal que regala el Morelos en las noches de juego, esas “Friday night lights” que  brindan una cálida bienvenida. Y se agolpan los recuerdos: el primer juego nocturno, la increíble la vista cuando quitaron las mallas que rodeaban la cancha, lo bonito de saber que Morelia era una visita temida por todos los equipos. Cuando los recuerdos acaban regreso al ahora, a la ominosa promesa de iniciar con un coeficiente aún peor que el del equipo que ascienda. Cooooooooomienza el partido.

Pinceladas de buen futbol se asoman: un pase certero de Zárate, un desdoble efectivo de Guzmán, una combinación afortunada entre Mena y Cuero que nos ilusionan brevemente y nos recuerdan que apenas hace unos meses este par disputaba el título del balompié colombiano –uno en cada equipo-. La gente no se pierde un instante, hoy podría ser una buena noche.

De repente, una genialidad de la directiva que compensa aunque pobremente una pasmosa serie de errores: resuenan desde la zona de preferente poniente los primeros acordes de una banda, gritos y chiflidos hacen tangible que la zona donde se encuentra eleva su ánimo por encima del resto del estadio. 20 minutos después la banda hacía escala a unas filas de mi sitio, en su tour por el estadio para interpretar ese trío de melodías que, por muy hípster petulante que uno sea, le arrancan a uno un suspiro michoacano: Juan Colorado, caminos de Michoacán y arriba Pichátaro. Un par de parejas se animan y empiezan a bailar. Si hay 2 cosas que le gustan a la gente aquí, esas son el futbol y la banda. Bien jugado, Monarcas.

El buen ánimo se interrumpe. Bastó una desatención de Joel Huiqui para que el equipo lagunero –otro contrincante de capa caída- anotara el gol que a la postre le daría la victoria. A partir de ahí, Monarcas se careó por enésima vez en los últimos 10 meses con los demonios que le persiguen: la carencia de juego, lo chato de la ofensiva, lo inconsistente de su defensiva. Una vez más el portero evita que el marcador se abultara. Rodríguez debe ser un contendiente a cubrir la portería del tricolor algún día, no es su culpa (al menos no sólo de él) la situación de todo el equipo.

La segunda cerveza de la noche nunca llegó. Los últimos 20 minutos del juego fue rogar por un milagro que nunca llegó. Llegadas con más bravura que intención no faltaron, pero al final prevaleció el “jugamos mejor, pero volvimos a perder”.

Rostros avergonzados, algunas lágrimas, hasta un tipo que ha de ser millonario para haberse emborrachado hasta quedar tirado en su asiento. Los comentarios en la fila del baño son todos de una tristeza que ya huele a costumbre: “Ya no le ponen huevos” “Se van a llevar al equipo de la ciudad” “Pinche TV Azteca le dio todo al Atlas”

De entre todas las voces enfurecidas y avergonzadas, sólo una brilla por su cándido uso del lenguaje y su apego al equipo: “Ps a mi me vale verga que el equipo descienda, yo soy de aquí y este va a ser mi pinche equipo siempre, chingada madre”. El dueño de la frase sale del baño sin lavarse las manos, y sólo por eso no lo abrazo para decirle que estoy con él. Y eso que ni soy de aquí.

Antes de salir volteo por última vez a la cancha, las luces se van apagando. Cae la noche en el Morelos.

Una noche triste.

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