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Teletón, Noruega y ciudadanía// By @indiehalda

Por Oscar Hernández

Oscar vive con su esposa, su biblioteca musical, su perro y su gato en el sur de la ciudad más guapachosa del hemisferio occidental.  Una extraña mezcla de hipster, Godinez, otaku y cargador de central de abastos, Oscar opina de casi todo, regularmente sólo para quejarse. A Oscar le gusta el post-rock, Haruki Murakami, los atardeceres, el Boing de tamarindo y -para su desgracia- todo lo que engorda, alcoholiza o es socialmente reprobable. Pero hey, se la pasa bastante bien. Su columna habla del acontecer económico, político, social y cultural del DF visto por un moreliano de corazón.
Oscar vive con su esposa, su biblioteca musical, su perro y su gato en el sur de la ciudad más guapachosa del hemisferio occidental. Una extraña mezcla de hipster, Godinez, otaku y cargador de central de abastos, Oscar opina de casi todo, regularmente sólo para quejarse.
A Oscar le gusta el post-rock, Haruki Murakami, los atardeceres, el Boing de tamarindo y -para su desgracia- todo lo que engorda, alcoholiza o es socialmente reprobable. Pero hey, se la pasa bastante bien. Su columna habla del acontecer económico, político, social y cultural del DF visto por un moreliano de corazón.

El Teletón: ese evento que despierta pasiones y odios por igual. En el que uno dona entusiasta mientras el otro despotrica iracundo contra ese pozo sin fondo de ilegalidad. Otro de los muchos temas capaces de polarizar a un país que ya a veces aburre de lo polarizado que está, donde nadie puede ponerse de acuerdo en nada.

¿Y qué es el Teletón? ¿Una obra social necesaria en un país de gobierno rebasado, un reflector que se vale de la compasión para hacer negocio, una desfachatada maniobra de evasión fiscal o un movimiento genuino de ayuda al prójimo? la respuesta: es todo lo anterior. Porque, contrario a la opinión pública que cree en los buenos y malos de novela, Teletón se compone de claroscuros.

De inicio resulta muy importante separar a Televisa de Teletón, al menos en su esquema operativo. La televisora cuenta con una fundación que no tiene en lo absoluto inferencia con la administración de los CRIT. Así, Televisa sólo se encarga de la transmisión y el talento participante en los eventos de recaudación. Claro, Televisa obtiene un bono social y dinero por estas actividades, pero lo recaudado nunca toca sus arcas.

Si usted conoce (al menos por fuera) un CRIT, coincidirá conmigo en que no son instalaciones menores, y que por ende su costo de operación y mantenimiento debe ser elevado. La fundación, encargada de la captación de recursos que permitan las actividades de los CRIT, trabaja a marchas forzadas durante todo el año para mantener activos estos centros, que si bien cobran lo hacen de acuerdo a la capacidad económica de los usuarios.

Lo noble de esta labor se ve empañado por aquellos que ven en ella la oportunidad de evadir con gracia sus responsabilidades fiscales, o en su defecto asignar recursos que deberían utilizarse en actividades igualmente importantes pero menos visibles. El caso de Michoacán es claro, donde la investigación del año pasado llevada a cabo por  Changoonga demostró que el costo de la magnánima donación de Fausto Vallejo dejó en el desamparo a instituciones estatales que ya brindaban asistencia y terapia. Pero de eso ni quién se acuerde, ¿verdad?

Yo nunca he donado. Siempre he creído que los actos de filantropía deben hacerse sin gritarse a los cuatro vientos, o de otra forma pierden su esencia. Además, ser parte de este proyecto es –aunque sea de forma tácita- aceptar que el gobierno tenga que depender de la iniciativa privada para brindar asistencia, lo cual nos mantiene irremediablemente en ese sector de las coloquialmente llamadas “repúblicas bananeras”: siempre pagando favores.

Si cuenta con Netflix, le recomiendo ampliamente ver la genial Lilyhammer, serie de Steve Van Zandt sobre un exmafioso italoamericano y su vida en el exilio en la gélida Noruega. Si bien se trata de una historia ficticia, la forma de actuar del ciudadano de ese país escandinavo no dista de la realidad: orgulloso, comprometido y participativo.

¿Por qué hablo de una serie de mafiosos en una columna sobre el Teletón? Porque hay un par de cosas que aprender de esa gente buena, amante del cross-country y la caza de ballenas. Mientras acá consumimos productos participantes, nos conmiseramos de las lágrimas de Lucerito y nos sentimos bien con nosotros mismos al echar la moneda en la alcancía, los nórdicos son conscientes de que el Estado de bienestar se construye persona a persona: pagar impuestos, limpiar las calles, exigir resultados.

Mi somera investigación en la red me dijo que  Noruega no tiene Teletón, pero si una infinidad de programas sociales en los que, sorpresa, siempre hay un alto índice de participación –que no de donación- ciudadano. Podrán tener una gastronomía complicada y unos inviernos crudos, pero es innegable que hay una lección en el proceder noruego que vale la pena tomar en cuenta.

Done, no done, haga lo que su conciencia le dicte, es su derecho. Pero no hay por qué sentirse superior por la decisión tomada. Tanto daña a la dinámica social  el que pregona su filantropía como el que escupe veneno y desinforma sobre la “maldad” del Teletón.

Matices: nada es completamente malo o bueno. Qué importante es recordarlo en estos momentos de tanto ataque y crítica estéril en una nación desestabilizada más por su gente que por su gobierno, que al final no es más que la consecuencia de una sociedad más dispuesta a sentir compasión que a trabajar por el bienestar de aquellos de los que siente lástima.

columnachangoonga@gmail.com

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