Sala de espera
Por Luis Fabián Fuentes Cortés
Una vez más, a esperar resultados. La maldita espera acompañada de la impotencia. Para Andrea se ha convertido en rutina. Desde hace un año que a su esposo le diagnosticaron cáncer la impotencia y la angustia se han vuelto parte de la rutina. Esa estúpida rutina que nadie desea pero que el sorteo de la vida asigna sin contemplaciones o asomo de justicia, solo se presenta y ya.
Al principio, lo tomó con una cierta resignación, como si el camino ya estuviera trazado. Pero entonces vinieron las alzas, cuando él mejoraba y parecía ganar la batalla, y las caídas, cuando caía a la agonía. Luego los efectos secundarios de las terapias. Para él, el dolor se volvió habitual, para ella, el permanecer en espera y contemplación. Esa insólita paciencia que le impidió estallar estaba llegando a su fin. No sabía que esperar, las condiciones cambiaban en cuestión de días.
Repentinamente, un día se presentó el fallo respiratorio. Ella reprochó todo, la cajetilla de cigarro diaria que religiosamente compartían y que desde que comenzaron a vivir a media jornada en el hospital se había convertido en su única compañera. También sus excesos en el trabajo, su entrega en exclusividad a la vida profesional y que la vida conyugal se había convertido en solo un accesorio. La falta de atención a los hijos, a los cuales ella veía asistiendo al funeral de un desconocido. Desde que enfermó, pasaba más tiempo en casa, pero ya no era la persona llena de energía y seguridad que ella conocía. Sin embargo, para los hijos sería la única versión de padre que tendrían.
Ese día era soleado, le recordó el día que lo conoció, en la combi, cuando eran estudiantes. Cuando repentinamente se cruzaron las miradas, el sonrió y se sentó junto a ella, sin decir nada, cuando llegaron a la universidad él seguía junto a ella. Se ofreció a acompañarla a su facultad y luego le pidió su número de teléfono. A las dos semanas se convirtió en su novia.
Ahora era su esposa, enfermera, chofer y lo que se necesitara. Y extrañaba los días soleados. Era el cuarto cigarrillo, cuando salió el médico.
– Ya no hay nada que hacer.
– Gracias, doctor.
Aunque las noticias eran trágicas, algo dentro de su interior sonreía, no era solo verlo a él libre del dolor, olvidar este último año y atesorar los días soleados, fue una sensación de libertad… de una maldita e insana libertad.
Changoonga.com no necesariamente adopta como suyos los choros, chorizos, morongas y chistorras publicados en ella y deja en sus respectivos padres (autores) la responsabilidad de todas las barrabasadas y debrayes que aquí plasman, producto de las ardillas hiperactivas que habitan en sus macetas. Si te gusta, ¡dale like y comparte!