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Descubren Centro De Esclavos En Iztapalapa Que Elaboraban Bolsas Para Liverpool

STAFF / michangoonga

Puede ser que Liverpool sea parte de tu vida, pero también es la encargada de aprovecharse de las de otras personas al grado de la liverpool esclavosesclavitud, luego de detectarse en el DF que un supuesto centro de rehabilitación para adictos en Iztapalapa, era el disfraz perfecto para que una veintena de padrinos operaran una maquiladora donde hacían bolsas para Liverpool y ganchos para tender ropa, con obreros que “levantaban” en las calles y que vivían, prácticamente, como esclavos.

El testimonio de uno de estos esclavos modernos refirió: “Trabajábamos jornadas de 16 horas, a veces más, cuando urgía un pedido. Sólo nos dejaban descansar media hora para comer un caldo de verduras que hacían con zanahorias recogidas de los basureros de la central de abasto. Ni las pelaban, así sucias y hasta podridas las metían en el agua y nos las teníamos que comer”.

Así, don Juan, un hombre de 81 años de edad, recuerda, con lágrimas en los ojos, que no dormía, se le pasaban las horas sólo en pensar en su hija, sus nietos y su novia. Ninguno sabía su paradero: “Estaba sentado en mi diablito, me quedé dormido porque había acarreado mercancía todo el día cuando sentí las primeras patadas en mi cuerpo. Me aventaron a la camioneta como si fuera un animal, como si fuera un bulto”.

Así inicio su la pesadilla que estaba por venir. Tenían prohibido hablar entre ellos, eran más de 100 y en un momento llegaron a ser hasta 200 supuestos adictos.

El anciano refirió a la reportera Rosario Cardona de W Radio: “Algunos llegaron porque sus familiares los llevaron para rehabilitarse, ellos no tenían que trabajar pero sí los maltrataban y les aplicaban castigos como a todos. Nos dejaban tres días y tres noches parados en el baño. A veces mojados, otras veces amarrados y tirados en el suelo. Nadie podía quejarse, ni siquiera nos dejaban hablar entre nosotros y mucho menos contarle a las familias lo que pasaba ahí dentro”.

Tras lo cual vuelve a llorar, como lo hacía en las largas noches de su encierro, junto a él, Margarito lo toma del hombro y lo mira con el mismo enojo que le dejó el encierro: “Era un infierno”, dice con coraje. Él es de Monterrey, llegó al Distrito Federal y empezó a trabajar en la central de abasto, donde eran levantados la mayoría de los obreros.

Comparte que “había trabajado durante cuatro noches seguidas en la descarga de los camiones, se me ocurrió descansarme un rato y entonces que se me aparecen esos hombres, eran como ocho. Dijeron que eran judiciales y que me iban a llevar. Me golpearon y me metieron a la camioneta, adentro ya iban varios”.

Señala que el operativo nocturno para reclutarlos iniciaba a las once de la noche. Salían disfrazados de policías y empezaban a recorrer las calles cercanas a la central de abasto y entonces levantaban a cualquiera, había indígenas oaxaqueños que ni siquiera hablaban español. Según las autoridades, en total llegaron a ser vecinos de 12 estados del país.

Ya liberados, don Juan, Margarito y Miguel se muestran asustados. Reconocen que tienen miedo de que haya represalias porque algunos miembros del grupo que dirigía el centro de rehabilitación, siguen libres.

Pero admiten que recuperar su libertad es un sueño, que por momentos, les parecía inalcanzable.

Los tres llevan ropas viejas, camisetas o camisas rotas, deslavadas y huaraches. Porque al ingresar les quitaron todo, desde sus celulares, dinero, zapatos, calcetines y hasta la ropa interior.

Sin embargo lo que más les dolía era el maltrato, era no poder hablar, era tener que dormir hacinados, en catres improvisados con tablas y una cobija, donde cabía una persona pero debían acomodarse dos. “Como viles marranos”, dice don Juan.

Su labor consistía en fabricar ganchos para tender ropa y bolsas para una tienda departamental. Pero el único sueldo que recibían era un pan duro y un cigarro.

La Procuraduría de Justicia del Distrito Federal informó que en el centro de readaptación se vivió una forma de esclavitud donde las víctimas eran explotadas laboral y hasta sexualmente.
Para ellos, la experiencia fue un calvario, una pesadilla que terminó cuando la policía ingresó a la casona de tres pisos donde vivieron, algunos 28 días y otros incluso años.

Los únicos días que se sentían tranquilos eran los domingos, cuando un grupo cristiano acudía para darles pláticas. Pero siempre los vigilaban de ocho a diez padrinos que les impedían hablar, quejarse o denunciar lo que ocurría dentro de su prisión.

*Con info de W Radio

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