Magufos everywhere III
Por Alberto Luquín
El autodidactismo me parece una tradición noble, en la línea del enciclopedismo ilustrado y el diletantismo renacentista. Claro que tiene problemas: a veces sólo sirve para llenar los cafés de eruditos a la violeta que hablan mucho y entienden poco, pero incluso así podríamos decir que, en un sistema educativo tan ruinoso como el nuestro, a veces es un buen modo de comprender ciertas cosas.
Esto, claro está, tiene sus límites. Haber leído toneladas de libros de medicina no me vuelve médico (aunque probablemente sí me convierta en hipocondriaco), del mismo modo que leer toda la obra de Hawking no me volverá astrofísico. No basta con haber agotado las obras completas de Freud, por ejemplo, o a vendehumos como Osho y Castaneda, para ayudar al prójimo, en especial ahora que las neurociencias han avanzado hasta corregirle la plana al psicoanálisis tradicional.
En Morelia, ciudad convulsa, últimamente abundan los gurús de la autoestima. Disfrazan sus cursillos como talleres de coaching o relaciones humanas, grupos de cuarto y quinto pasos para personas con problemas de adicciones o simples círculos de autoayuda. Uno de ellos, de apellido Ortuño, se anuncia en su cuenta de Twitter como “Licensed Master Practitioner of NLP, Coach Personal, Transformacional y de Empresas” (sea lo que sea, me suena a hueco).
En su cuenta de Facebook, Ortuño presume su falta de estudios como uno más de sus superpoderes: el de haber roto los límites de la convención merced a su gran voluntad y haber logrado, desde ahí, una exitosa carrera aconsejando al prójimo sobre cómo liberarse y realizar sueños frustrados. Su producto, pues a lo que vende no le queda el nombre de terapia, está muy lejos de la práctica clínica y la ética profesional y muy cerca del circo retórico en que muchos líderes religiosos ejercen su carisma sobre un público cautivo.
Su discurso se reduce a una perversión del lenguaje científico, sobre todo el de la física cuántica y las neurociencias, mezclado con los lugares comunes del discurso de la autoestima, coerción encubierta de buen rollito, buenas dosis de culpa (resumidas en la frase “todo lo que te ocurre es tu responsabilidad”), wishful thinking, despliegues oratorios, descontextualización de citas y anécdotas (o invención de citas y anécdotas apócrifas), formación de una conciencia de grupo excluyente que vuelve a quienes toman el curso inmunes a la crítica o el cuestionamiento, altas dosis de magufería y lo que un buen amigo llama “demagogia new age”.
Quien me ha leído sabe que no soy partidario del argumento de autoridad: he visto hacer el ridículo a más de una vaca sagrada en congresos, revistas, clases y redes. El título no es lo que se discute, sino la competencia sobre el tema, sobre todo cuando se trata de algo tan importante como la salud física y mental de quienes acuden a estos charlatanes. Semejante cóctel produce más problemas de los que resuelve, pues en el fondo no arregla nada y sí hace que el individuo se estrelle contra la realidad en cuanto cambia el contexto.
Esto es especialmente grave cuando el cliente, pues hablamos la autoayuda se ha convertido en toda una industria, está inmerso en circunstancias que escapan a su control o padece cuadros clínicos que hacen necesaria una psicoterapia de verdad o la administración supervisada de fármacos. Por más que estos charlatanes de la autorrealización insistan, por más que revuelvan conceptos que no alcanzan a entender, el simple pensamiento positivo, las palabras bonitas y el cambio de actitud no bastan.
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