La última tentación del progre
Por Alberto Luquín
Durante siglos, la vida política y cívica guardó una estrecha relación con la religión. Con el renacimiento, sin embargo, la lectura del mundo se vuelve más experimental, surge el humanismo y comienza un intenso despliegue científico bajo la convicción de que es el hombre quien traza su propia historia. Ya en plena modernidad, se consuma la secularización de los estados.
En México, será hasta el gobierno de Sebastián Lerdo de Tejada que la secularización del estado quede consagrada por la Constitución. Esto no significa que se hayan agotado los intentos por imponer leyes desde la creencia: baste ver los llamamientos de la jerarquía eclesiástica a oponerse a la despenalización del aborto o al reconocimiento de los derechos de la comunidad LGBTI.
Pero, en nuestros días, esta búsqueda ya no es un fenómeno exclusivo de la derecha, tan identificada con la búsqueda de privilegios para la Iglesia Católica. Cierto sector de la izquierda, en su afán por plantear alternativas y fuertemente influenciado por el relativismo y los discursos posmodernos, ha terminado por dar la espalda al conocimiento científico.
Esta “izquierda esotérica” agrupa lo mismo a conspiranoicos que a partidarios de las terapias alternativas, ecologistas y animalistas radicales, fans del wishful thinking y practicantes de un misticismo pop falsamente oriental, lysenkoistas (todavía los hay), y hasta gente que saca sus ideas sobre economía de Zeitgeist, un documental de la extrema derecha norteamericana que circula libremente por Internet.
Un grupo variopinto, en resumen, cuyo conjunto de creencias, aunque descabellado, no debería resultar problemático: la libertad de creer y expresar lo que nos venga en gana es fundamental si buscamos consolidar una sociedad abierta y democrática. Su existencia, si acaso, obliga a una izquierda más madura a ejercer el siempre sano ejercicio de la autocrítica.
Los problemas empiezan cuando este conjunto pasa de la consigna doméstica al activismo. Ocurre, por ejemplo, entre quienes exigen que se suspendan las campañas de vacunación, se conceda validez institucional a fraudes como la homeopatía y la acupuntura en nombre de la diversidad cultural o se prohíba la investigación agrogenómica.
Pareciera no haber mucha diferencia entre quienes claman, sin más datos que estadísticas manidas y estudios insostenibles, que la adopción por parte de parejas homosexuales causa daños irremediables a los niños y quienes amenazan con un futuro de ruina, muerte y destrucción si continúa el uso de transgénicos. En el fondo, los identifica la intención de presionar para que se legisle en favor de perspectivas no determinadas por la evidencia o el razonamiento, sino por la fe.
Posdata: Últimamente he leído bastante la consigna “el humano no tiene derecho a manipular genéticamente a otras especies”. Y siempre me pregunto si quien la reproduce tiene perros o gatos.
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