De los cibernautas bien intencionados
Por Alberto Luquín
Hay un dicho que reza, según recuerdo, que “de buenas intenciones están llenos los panteones”. En estos tiempos de redes sociales, wishful thinking y estupidez coelho-jodorowskiana, el discurso de los bien intencionados pareciera estar más presente que nunca, desde algo tan elemental como comer hasta el contexto de las políticas públicas. El reino de la doxa ha terminado por entronizar al del pensamiento mágico.
Las redes sociales permiten el intercambio más o menos libre de información útil, aparte de su aspecto meramente recreativo. No caeré en el mamertismo de afirmar que han derribado gobiernos, pero es cierto que pueden ayudar a la difusión de discursos críticos y ofrecen un espacio para aquello que, por múltiples razones, no siempre veremos en otros medios.
No todo es miel sobre hojuelas. Basta con abrir Facebook, Twitter, las molestísimas cadenas de correo electrónico o navegar un rato por la blogósfera y darse cuenta de la inmensa cantidad de mentiras que circulan y muchos dan por buenas o, peor todavía, difunden, aún sabiendo que se trata de contenidos falsos o indemostrables, justificándose en nombre de la pura buena intención.
El fenómeno no es exclusivo de Internet. Hace unos días, por ejemplo, apareció en VICE México una crónica de la reunión del Club Bilderberg, narrada desde un campamento de conspiranoicos. Entrevistados, fueron incapaces de contestar por las razones de su presencia, fuera de consignas vagas que entremezclaban misticismo pop, paranoia y entramados teóricos salidos de películas y teleseries.
Su buena intención es indudable; después de todo, pretenden cambiar aquello que les parece injusto. Pero la falta de información veraz, su imposibilidad de distinguir entre realidad de ficción y la ausencia total de un sentido crítico y un estándar de evidencia válido hacen imposible tomarlos en serio. Y esto no sólo aplica para el siempre colorido conglomerado de loquitos.
Curas “naturales” contra el cáncer, fotografías que revelan los engaños de la oligarquía rapaz, advertencias de cómo las élites nos quieren aniquilar con la leche, los transgénicos, la radiación electromagnética. Casi todo falso o exagerado, con evidencia prácticamente nula –o exagerada- pero, eso sí, con mucha víscera. “Lo vi en Internet” se ha convertido en el nuevo “lo vi en televisión”. Se concede el juicio de verdad no a la evidencia, sino a la supuesta autoridad moral del medio.
Justo ahora, por ejemplo, llega a mi muro la imagen de un niño perdido. Me dan ganas de preguntar “¿cómo sé que el niño es quien dicen y de veras está desaparecido?”. Las redes sociales pueden servir para encontrar a alguien que se ha extraviado, pero el exceso de información falsa o no verificable provoca el efecto contrario. Cuando el ruido es excesivo, simplemente dejamos de escuchar.
Posdata: Estimados pachamamertos y demás fauna que se siente flora: presionar al gobierno para que detenga la investigación agrogenómica no sólo afectará a Monsanto, también a la agroindustria nacional. A la larga, muchos investigadores tendrán que irse del país, y el eterno mame sobre la «soberanía alimentaria» será más mítico que nunca. Y es en serio, chavos: a Greenpeace no le interesan sus cursilerías revolucionarias y altermundistas. Sus directivos cobran, y muy bien, en oficinas de cristal del primer mundo.
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